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En breve, el presidente de la República deberá enviar al Senado dos ternas para que los senadores elijan a quienes ocupen los asientos que dejan los ministros Juan Silva Meza y Olga Sánchez Cordero en el máximo tribunal del país. La Constitución ordena en sus artículos 95 y 96 los requisitos y consideraciones que se deben atender al tomar esa decisión trascendental para todos los órdenes de la vida nacional. Las decisiones que toma el tribunal de constitucionalidad dan orientación y sentido al orden jurídico y moldean la vida nacional. Es necesario que el nombramiento recaiga en juristas que afirmen la pluralidad de ese órgano para que sea representativo de las aspiraciones de libertad y justicia.
El mecanismo constitucional para el nombramiento de los ministros faculta al presidente para enviar al Senado una terna por cada silla vacante de la Corte. Este, previa comparecencia de los propuestos, debe decidir en treinta días. Si el Senado, por la razón que fuere. no designa, el proceso se repite una vez más y en caso de rechazo, el Presidente designa directamente a uno de la segunda terna. En esencia este mecanismo ha sido el mismo desde 1928, cuando Álvaro Obregón propuso su modificación al Congreso, que la aceptó. El Constituyente de 1917 había diseñado otro mecanismo, que excluía al Ejecutivo en la conformación de la Suprema Corte. Conviene reproducir el texto completo del Art. 96 promulgado el 5 de febrero del 17:
“Art. 96.— Los miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación serán electos por el Congreso de la Unión en funciones de Colegio Electoral, siendo indispensable que concurran cuando menos las dos terceras partes del número total de diputados y senadores. La elección se hará en escrutinio secreto y por mayoría absoluta de votos. Los candidatos serán previamente propuestos, uno por cada Legislatura de los estados, en la forma que disponga la ley local respectiva.
“Si no se obtuviere mayoría absoluta en la primera votación, se repetirá entre los dos candidatos que hubieren obtenido más votos”.
La redacción del Constituyente original revela varias cosas útiles para la reflexión. En primer lugar lo ya dicho: el Ejecutivo estaba fuera del juego en el nombramiento de los ministros (de ahí la insatisfacción del caudillo). En vez del presidente, sitúa el origen de las postulaciones en las legislaturas estatales. Si esa norma subsistiera hoy en día podría haber hasta 32 candidatas/os. El órgano elector no sería el Senado, sino el Congreso General, es decir, senadores y diputados reunidos con quórum general de dos tercios. De ese quórum legal se exigiría la mayoría absoluta de los votos para designar ministros.
Al menos en el papel, la fórmula adoptaba un modelo que otorgaba a la Corte Suprema una implantación independiente del Ejecutivo, federalista y parlamentaria, en ese orden. El presidente no tenía facultades en este plano. La Unión —cada legislatura propone—, y luego el Congreso General —otro órgano de la Unión— dispone. En la constitucionalización de esta fórmula subyacía el anhelo de eliminar el centralismo porfirista y de integrar a la Federación por medio de la justicia. En los convulsos años veinte la centralización se impuso junto con la restauración centralista y autoritaria, que se impuso como mayoría política. La suerte que corrió desde entonces la designación de la máxima autoridad judicial ha llegado hasta nuestros días, si bien con un Poder Judicial que ha ganado autonomía y autoridad moral. Las autoridades facultadas en el proceso para nombrar a los nuevos ministros deberían tomarlo en consideración.
Director de Flacso en México.
@pacovaldesu