La gran cuestión de México y de América Latina en el presente es si nuestras culturas son capaces de sostener y profundizar sociedades democráticas y Estados de Derecho.

Una multicitada frase de Heine advertía de no despreciar las ideas que se gestan en el estudio de un profesor, porque pueden destruir una civilización. Se refería a la Crítica de la Razón Pura de Kant, que contribuyó a la demolición del antiguo régimen y alimentó la Ilustración y la Revolución Francesa. El liberalismo resultante, que tiene tantas versiones y vertientes, no produjo al principio una nueva cultura, sino que dio forma a un conjunto de ideologías (hasta hoy en competencia) que tenían eco en el fermento social, en las costumbres las creencias religiosas y en acontecimientos ejemplares y perdurables.

Cuando en 1215-1225 Juan sin Tierra conseguía pactar una norma para contrapesar al rey frente al pueblo (la Carta Magna) y fundar un Estado de Derecho que ya era tributaria del predominio del cristianismo, en Mesoamérica prevalecía las guerras de dominación en las que la unidad político religiosa era mucho más vertical y autoritaria que en Europa del Norte. La conquista de México y la fundación de Nueva España se producen en un periodo en que la organización política en España y Mesoamérica llegaba al cénit del absolutismo. Sólo después de las guerras de religión que desembocaron en la Paz de Westfalia que funda el incipiente Estado nacional se da el primer paso al derecho de profesar una religión distinta a la católica. Empieza ahí una larga historia de lucha por el reconocimiento de los derechos personales y sociales.

Se abrieron así dos caminos en la fundación de los nuevos Estados coloniales de América. Uno que viene del protestantismo y está revestido de un individualismo comunitarista (muy distinto del “neo” liberal) y otro del catolicismo que conserva el despotismo inquisitorial en la vida religiosa, civil y política. Toqueville y Humboldt dieron cuenta en su tiempo de la diferencia fundamental. Mientras en “América” era notable la igualdad de condición social (Toqueville), en la Nueva España la desigualdad era la característica más sensible de las condiciones de vida (Humboldt). Cuando en “América” se establecían los cimientos de una ciudadanía fuerte e independiente frente al poder basada en la igualdad política, en Nueva España prevalecía la sujeción de las personas al poder político. Dos condiciones políticas distintas. En una la sociedad que controla al Estado, en otra el Estado “abriga” a la sociedad. No son únicamente imágenes legendarias, sino realidades que yacen en las formas de ser. La desigualdad de condición política derivada de su correlato social sigue siendo la característica de las sociedades latinoamericanas. Las diferenciaciones económicas, raciales y regionales no han tenido paliativo suficiente para avanzar a situaciones ya no más igualitarias sino, por lo menos, no tan desiguales.

En las últimas décadas, Latinoamérica transitó mayoritariamente a la democracia. Pero la insatisfacción con este sistema de gobierno ha crecido y el divorcio entre la clase política y la sociedad se profundiza, arriesgando regresiones y fracasos. No hemos llegado, propiamente, a forjar una personalidad política que ejemplifique el camino de salida de este divorcio; de esta “conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado” (Lechner). Los políticos tienen la responsabilidad de ofrecer rumbos para esa construcción, pero su alejamiento de la vida real de la gente, la subsunción de los ciudadanos reales en sus estrechos marcos mentales de los dirigentes es obstáculo para que haya ideas con fuerza y que estas penetren la cultura política. El horizonte político es un desierto donde no nacen ideas ni se les deja crecer para ofrecer dirección.

En México, el mal reside en que la política democrática (y su análisis documentado) no comulga con las vastas y complejas culturas de México, o lo hace sólo a modo de caricatura.

Director de Flacso en México.
@pacovaldesu

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