El tiempo ha confirmado que los votantes tienden a abrir, más que a cerrar, el horizonte de la representación política admitiendo nuevas presencias. No han funcionado ni las ideologías ni el sistema presidencial para reducir el número de los actores que buscan presencia en la escena política ni para que los electores los extingan con su no voto. Lo que ha ocurrido en España en las elecciones del 20 de diciembre o en las de México en junio son representativas de esta marca que los partidos y los electores van poniendo a los sistemas políticos. No todo es así, por supuesto. Estados Unidos se mantiene como sistema bipartidista, pero ha caído en uno de los peores escenarios: la “vetocracia”, que lo ha sumido en parálisis y polarización.

En España, con un sistema parlamentario, la formación de mayoría para gobernar no se producirá sin compromisos entre fuerzas políticas, principalmente ente el Partido Popular y el PSOE o bien de la izquierda en su conjunto, lo que es menos probable. En México, después del registro de tres nuevos partidos y la “salvación” del PT tenemos diez partidos nacionales. Eran ya muchos y salieron más. Con esta distribución, lo más probable es que en las elecciones nacionales de 2018 ningún partido obtenga mayoría. Los votantes tendremos muchas opciones, pero los representantes electos tendrán que ponerse de acuerdo para intercambiar apoyos y votos. En escenarios como estos, la clave de la gobernabilidad son las coaliciones que hagan posible el desempate. Y de tal cosa sólo se conocen dos formas: coaliciones de gobierno con plataforma compartida o acuerdos transpartidarios caso por caso.

En este año se producirá una nueva reforma política, lo que confirma que el reformismo llegó para instalarse como un juego repetitivo de larga duración. Se discutirá si se establece la segunda vuelta electoral. Nuestro sistema ya cuenta con la figura de gobierno de coalición facultativo para el Ejecutivo (Art. 89-XVII). Con ella el Presidente podría optar por gobernar con otros partidos representados en el Congreso mediante “convenio” aprobado por el Senado. Aunque esta figura no anula la posible eficacia de la segunda vuelta, de hecho puede ser una salida para evitarla. La segunda vuelta tiene ventajas y desventajas. La ventaja es que el ganador adquiere mayoría por definición. Empero, si ésta no se extiende al Congreso, las cámaras quedarían compuestas conforme a la primera votación y se tendrá un presidente con mayoría pero sin mayoría en las cámaras. Esta fórmula podría activar una presidencia confirmada, pero dejaría abierta la posibilidad de un gobierno de coalición si el partido o coalición del presidente no obtienen mayoría en el Congreso. La principal desventaja que algunos ven en la segunda vuelta es el “oportunismo”. Es decir, el cálculo de los partidos que quedan del tercer lugar para abajo para apoyar en la segunda vuelta al candidato que les ofrezca mejores compromisos a su plataforma o a sus intereses de grupo. O sea: clientelismo. No obstante, las experiencias de sistemas presidenciales, como el chileno o el argentino han permitido que quien resulta electo tenga una firme mayoría de los votantes y decantan la inclinación efectiva de los partidos “satélite” al obligarlos a elegir una de dos posibles coaliciones. Sólo el sistema francés incorpora el mismo sistema en las elecciones parlamentarias, permitiendo que los electores definan o no mayorías en el parlamento.

Cualquiera que sea la fórmula que se adopte, la prioridad en la mente de los legisladores debería ser la mejora de la representación política. El descarrío de los votantes en diez opciones, más los que votan nulo, está vinculado al desprestigio de la política, cuyo origen es el déficit de representatividad genuina de las opciones existentes.

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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