La democracia representativa pasa por un mal momento. Para empezar es mal comprendida por los representantes electos por los electores y para acabarla de amolar a la ciudadanía le huele a podrida. Sin embargo, por más que se insista en cambiarla por fórmulas “participativas” o “directas” está destinada a sobrevivir. El texto constitucional la protege y es muy improbable que esto cambie. Entonces, el verdadero reto, donde está en efecto el desafío, es en innovar en las instituciones de la democracia representativa. La dinámica fundamental de la representación democrática está en la ecuación que se construye entre opinión pública del representado y decisión política del representante. La opinión pública traducida en decisión de gobierno. Pero ¿cómo?

Obviamente no se trata de cualquier decisión, sino de la decisión informada, competente. Se trata de reconocer en la cadena de opiniones de los ciudadanos sobre lo público un elemento activo permanente que puede incidir legítimamente en la política institucional. En los albores de la democracia representativa, el eslabón que las unía en cadena era la prensa escrita. Aunque en ella había de todo, sobresalía su función como medio de información sobre lo que ocurría en el ámbito público cumpliendo dos funciones: informar a los políticos profesionales de la opinión de los electores y a éstos de lo que ocurre en la política y el entorno público, además de socializar la opinión. De este modo la opinión se hacía opinión pública, opinión sobre lo público. Aunque de ello no se derivaba necesariamente (como tampoco ahora) una acción inmediata de los representantes, podía servir de advertencia y anticipar el posible castigo por el divorcio de ambas esferas: ser removido del cargo; elegir otro partido o candidato, etcétera. El desplazamiento de la prensa escrita por los medios electrónicos y la baja presencia en ellos del nivel formativo de opinión que aquella tuvo en el pasado ha causado que el eslabón vinculante sea menos claro, más difuso y confuso. Con los medios que hoy forman la opinión pública la conexión entre ésta y la política es de menor calidad y potencial para fortalecer la democracia representativa. El representante se aleja del representado; el político se conduce sin honrar el servicio que le reclama el ciudadano.

Asumiendo que la democracia representativa contiene en sus instituciones básicas la capacidad de renovarse, es necesario mirar a su funcionamiento. Una de ellas es la electoral: debe gobernar quien sea electo libremente y en contiendas equitativas. Pero, ¿quien gobierna representa? Puede decirse que sí al momento de traducir la opinión en voto, pero después vienen las dudas: el representante se separa del representado. Si esto es así, la finalidad de mejorar la democracia representativa es vincular a la opinión con la decisión pública durante el tiempo en que el representante ejerce el poder y no sólo esperando a las siguientes elecciones. Es obvio que la reforma de los medios de información no será impuesta, pero puede venir desde la política. El espíritu es: los medios son en parte un medio fundamental de la vida pública. Pero la política sí puede instituir de flujo entre “opinión y voluntad” en sentido democrático. El futuro Constituyente bien puede plasmar en la Constitución de la ciudad el deber de acercar la deliberación de los ciudadanos a la deliberación formal de los representantes en los órganos de gobierno. Todo un desafío para la imaginación. El Constituyente puede innovar y poner a la ciudad como ejemplo de vanguardia democrática para el país. No hay ningún obstáculo para intentarlo. Desde luego hay que descender a los detalles (ahí está el diablo). El ámbito por excelencia para realizarlo es en y desde la Legislatura, pero el Ejecutivo y el Judicial no deben quedar al margen por las trascendentes funciones que tienen asignadas.

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