Cuando se observa el ritmo del cambio político se puede registrar una gran variedad de situaciones. Desde sociedades en las que se produce dúctilmente llegado el momento, hasta órdenes resilientes que vuelven una y otra vez a su estado anterior, imperturbables a factores que desde dentro o desde fuera buscan modificarlo. En toda América Latina, pasadas las “transiciones democráticas”, esto es, la instalación de sistemas electorales plurales, se observa una evolución dispareja de otras instituciones que en teoría también corresponden a un Estado democrático. Mientras los partidos políticos compiten, los ciudadanos concurren a las urnas y los gobiernos se alternan entre un arco de opciones “derecha-centro-izquierda”, el desempeño económico, la provisión de bienes públicos, el imperio de la ley y la rendición de cuentas se han rezagado.

Cuando se atiende a los indicadores de democratización, la mayor parte de Latinoamérica tiene un desempeño apenas aceptable. Combinando los indicadores de percepción ciudadana recogidos y sistematizados por Internacional Country Risk Guide (ICRG, uno de los más confiables por la periodicidad mensual de sus mediciones) y Polity Project para 20 países latinoamericanos entre 1984 y 2014, la calificación democrática mejora de 5 a 6.7 aproximadamente (escala de 0 a 10). Después de tres décadas se llega a la mediocre evolución entre dos dígitos de los 5 restantes. En contraste, la calidad de la burocracia mejora casi imperceptiblemente, el imperio de la ley (“ley y orden” según la nomenclatura del índice) empeora y la corrupción aumenta. Debe notarse que estos índices miden percepción de los factores aludidos a partir de encuestas periódicas en el intervalo de 30 años. Por eso hay datos que deben tomarse con cuidado, como por ejemplo el hecho de que ha mejorado la rendición de cuentas aunque la corrupción ha crecido. Esto puede deberse, precisamente, a la mayor visibilidad de la corrupción por los mecanismos de auditoría instituidos. No obstante, puede decirse que la inmensa mayoría de los países democráticos de América Latina, con la excepción de Uruguay, Chile y Costa Rica, se coloca debajo de la media en la calidad del gobierno, la aplicación de la ley y la rendición de cuentas.

Además de la dificultad intrínseca de transformar las instituciones que regulan estas características del Estado, dos fenómenos corren al parejo de su lenta evolución. El primero es que la mayoría de los políticos (partidos, funcionarios, representantes), que antes de las transiciones tuvieron motivos fuertes para disputar contra los autoritarismos, han entrado en una zona de confort que paraliza o neutraliza su iniciativa para ir más allá. El segundo es que el desapego ciudadano por la democracia es creciente y tiene por efecto el retiro social de la política. Políticos y ciudadanos son indispensables para mejorar el Estado de derecho, la capacidad de gobierno y la rendición de cuentas; al poner en otro lado sus esfuerzos o desinteresarse del proceso público se produce el efecto de perder-perder. Ahora que los populismos entraron en una crisis de fondo, hay que replantear si el proceso democrático de estirpe liberal puede alentar el cambio, tanto político como social. Lo que llamamos democracia no ha sido un crisol de cambio a la altura de los problemas de la sociedad; especialmente el de la pobreza y la desigualdad. En su zona de confort, los políticos (casi sin excepción) tienden a proteger los intereses económicos predominantes con tal de adelantar los suyos. El repudio ciudadano los deja hacer a ambos y se resigna a ocupar “su lugar”. Si no se produce un horizonte de futuro, una “utopía realista” como la llamó Rawls, el cambio se estancará y las consecuencias serán severas para toda o casi toda la región latinoamericana en un momento crucial en que Europa y Estados Unidos se enfrentan a la declinación de sus sistemas políticos.

Director de Flacso en México.
@ pacovaldesu

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