En días recientes han aparecido opiniones de rechazo sobre un enorme árbol navideño emplazado en el Zócalo capitalino, debido a que una empresa refresquera, por demás conocida y promotora del mismo, a cambio de patrocinarlo ha colgado en él adornos publicitarios alusivos a su emblemática bebida.
Hurguemos un poco en la tradición del árbol de la Navidad: se dice que pudo haber tenido origen con los celtas en la Europa Central, quienes utilizaban árboles para representar a sus dioses, celebraban el nacimiento de Frey, dios del Sol y la fertilidad, adornando un árbol llamado el Árbol del Universo, en el cual su copa representaba al cielo o morada de los dioses y sus raíces al reino de los muertos. Tal ritual coincidía con la Navidad cristiana y debido a la extensión del cristianismo se buscó empatar ambas tradiciones. Se adjudica a San Bonifacio, el evangelizador de Alemania, ser el promotor para fundir dichas costumbres y remplazar a uno de aquellos árboles por un pino, especie que también por ser perenne simbolizaba el amor a dios, dicho árbol estaba adornado con manzanas que representaban las tentaciones y con velas representando la luz de Jesucristo como luz del mundo, adoptándose a partir de ello la noción del árbol para honrar al dios cristiano.
El primer árbol de Navidad como hoy lo conocemos, para ambientar el frío navideño, apareció en Alemania en 1605, contando ya con parte de los elementos como hasta ahora se estila: esferas y adornos, más adelante se le incorporaría una nueva tradición, la de colocar en su base los regalos para los niños enviados por San Nicolás o Papá Noel.
En la actualidad algunos sitios estratégicos y simbólicos de las grandes ciudades resultan idóneos para recibir árboles de amplia escala logrados con gran artificio, convirtiéndose en referentes estacionales y urbanos así como en puntos de atracción para la convivencia y la fraternidad característica del mes terminal del año.
Resulta imposible pensar en Nueva York sin su característico elemento en la Plaza del Rockefeller Center, en Río de Janeiro sin el gigantesco árbol flotante que ve reflejar su imagen en el agua de la Laguna Rodrigo de Freitas, qué decir del de Praga en su Plaza Central convertida en un mercado navideño cubierto de nieve, en el árbol de luces en los jardines de la Casa Blanca en Washington, o en la icónica estación ferroviaria de Zurich con su árbol de siete mil adornos de cristal, o en el luminoso de la Plaza Trafalgar en Londres, en Sidney un inmenso árbol da pie y sirve como núcleo para conciertos, el parisino que cuelga suspendido de la cubierta del edificio Belle Epoque como si fuese un candelabro, ya que está colmado de cristales, así como el de Dortmund en Alemania compuesto por mil 700 abetos apilados para conformar un inmenso pino, entre otros.
La constante en los anteriores casos es la creatividad que los envuelve, artistas de la luz, de la cristalería, escenógrafos, escultores, arquitectos y mentes inventivas realizan piezas de gran calidad estética y simbólica generalmente financiados por autoridades, empresas locales o especializadas para activar la vida pública. Triste y banal resultado el que en nuestra ciudad, desde años atrás, una empresa refresquera se encargue de colocar un elemental árbol con la única gracia de hacerse publicidad y contraviniendo políticas públicas frente a los graves problemas de obesidad y padecimientos diabéticos que sufren sus consumidores.
¡Dulce Navidad!
Arquitecto. @FelipeLeal_Arq