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El reportaje del New York Times del lunes pasado que describe la actividad de espionaje a ciertos personajes particulares por parte del gobierno mexicano (o de alguien que utiliza instrumentos del gobierno) es de muy alta preocupación. Mucho se ha hablado de este hecho en los medios y, en general, no hay quien no condene el hecho. Las razones son múltiples: van desde el uso de los dineros públicos para tareas ilegales —en lugar de destinarlos para lo debido— hasta la indignación por el uso del espionaje para amedrentar y amenazar con el fin de mantenerse en el poder. La gama que estas dos razones encierran es muy amplia… y muy grave.
En mi opinión, hay algo que sobresale: la violación al derecho a la privacidad de las personas. Hace años que hemos desarrollado legislación e instituciones para salvaguardar los datos personales de todos nosotros, para impedir que se mal usen, que se lucren con ellos, que se utilicen como mercancía. Incluso en la Ley General de Responsabilidades Administrativas se establece en el artículo 29 que las declaraciones de intereses y de patrimonio deben salvaguardar los datos personales y la vida privada de las personas. Si ello se prevee para los servidores públicos, que manejan incluso recursos públicos, cuánto más importante es salvaguardar ese derecho para las personas que no lo hacen. Por ello, utilizar la información proveniente de la violación a la privacidad es mucho más grave. Se trata de un derecho civil que el gobierno viola sin más.
Sin duda se justifica que el gobierno, por razones de seguridad nacional, desarrolle actividades de inteligencia… siempre y cuando haya autorización de un juez que muestre que dicha intervención se justifica por el bien común. Pero cuando el gobierno usa esta prerrogativa sin orden judicial para espiar a ciudadanos, las cosas cambian. Sea la razón que sea, siempre se vulnera el derecho de la persona.
Si además el espionaje se lleva a cabo sobre individuos que tienen un papel público, como ha sido el caso de Carmen Aristegui, Carlos Loret o Juan Pardinas, así como muchos otros particulares, el delito del funcionario público que ordenó la acción y quienes la llevaron a cabo para fines que no son de seguridad nacional (y por ello no existe una orden judicial que lo permita) es grave. No solamente se vulnera el derecho a la privacidad, sino que la información puede utilizarse con fines diversos que incluso pueden poner en peligro la integridad física y moral de quien ha sido intervenido.
Sí, podemos decir que sabíamos que el gobierno espiaba, que hacía intervenciones telefónicas a muchas personas, que no es sorpresa para nadie. Es cierto. Todos lo imaginábamos, lo pensábamos. Pero una cosa es suponerlo y otra muy distinta es tener evidencia de que así es. Se configura el delito y hay pruebas de quien es presunto culpable. En este caso, dado que se supone que el malware sólo se vende a instancias gubernamentales, el primer sospechoso es el gobierno mismo, o bien, que algún funcionario tuvo acceso a su uso o dio la orden para utilizarlo, con o sin autorización superior. Quizás la empresa vendió el malware a otras personas o instituciones privadas, y violó así sus propios estándares comerciales y éticos, lo cual debe investigarse y castigarse.
La respuesta del gobierno ha sido pobre y autoincriminatoria, aunque al menos dio una: y “háganle como quieran”. Parece que aún “no entiende que no entiende”, que le apuesta al olvido y mete la cabeza al suelo como avestruz. Efectivamente el descrédito es ya enorme y ésta es solamente una rayita más, pero sin duda suma y deslegitimiza la acción del gobierno.
Lo peor es que este deporte ya es nacional. En otro reportaje del New York Times que se publicó el 4 de enero pasado, se detalló la actividad de la empresa italiana Hacking Team, cuyo cliente principal a nivel mundial es México. Se vendió malware de espionaje a los gobiernos de Puebla, Jalisco y de otros estados, además de al gobierno federal. En esos casos, el malware tampoco lo habían usado por motivos de “seguridad nacional”, sino para fines electorales o particulares de los gobernadores en turno.
Este incidente es, entonces, de gran gravedad y no lo podemos dejar pasar. El gobierno no lo debe dejar pasar. Ignorarlo sólo deslegitima aún más a las instituciones. Y ése es un lujo que no nos podemos dar.
Centro de Estudios Espinosa Yglesias, A.C.
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