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El primero de septiembre de 1982, el Presidente José López Portillo anunció la expropiación de la banca (llamada “nacionalización” para efectos políticos) que de hecho era incosntitucional. Tras una iniciativa presidencial para modificar la Constitución, su inmediata aprobación por el Congreso, y en pocas semanas la aprobación de la mitad más uno de los congresos locales, “transformaron” lo inconstitucional en constitucional. El amparo interpuesto por los banqueros ni siquiuera fue escuchado por la Suprema Corte de Justicia, pues el ”Constituyente Permanente” ya había avalado la constitucionalidad de lo “inconstitucional”. Así, de un plumazo, el gobierno, con la colaboración de la mayoría del Congreso de la Unión y de los congresos locales, avalados por la Suprema Corte de Justicia, dio un golpe de autoritarismo en la mesa. Éste, en palabras de Soledad Loaeza, más bien mostraba la debilidad del gobierno en lugar de su fortaleza. No tenía otra manera de gobernar sino mediante la fuerza.
Las consecuencias de la estatización-nacionalización bancaria de 1982 fueron profundas: despertó el activismo político empresarial liderado por Manuel Clouthier y José María Basagoiti del Consejo Coordinador Empresarial y de la Coparmex respectivamente; dividió al PRI y fue el preámbulo de una larga contracción económica motivada por la crisis de la deuda y los excesos de López Portillo. Pero en mi opinión, quizá la consecuencia más grave fue la de largo plazo: sembró la desconfianza en el gobierno—que se siente hasta hoy—por parte de grupos amplios de la sociedad. Los intentos que diversos gobiernos han realizado para recuperar la confianza pública se han nulificado por acciones específicas de actos autoritarios o decisiones en contra de la ley. Por ejemplo, la “caída del sistema” en 1988, los “errores” en el proceso de la privatización bancaria y en otras privatizaciones de los años 90, los abusos de autoridad en la lucha contra el crimen organizado desde los 2000, y la corrupción rampante en este sexenio. Nada de lo anterior ha abonado en la recuperación de la confianza y credibilidad en el gobierno, y las consecuencias son múltiples: pérdida de efectividad en políticas públicas, costo elevado de la corrupción, incapacidad de convencer a la sociedad de las “cosas buenas que se hacen y que cuentan poco” (lo cual es injusto y lastima a la mayoría de los servidores públicos que hacen bien su trabajo).
En este marco, el nombramiento de la nueva Vicepresidenta del INEGI “es una raya más al tigre”. Paloma Merodio Gómez fue nombrada a pesar de no cumplir con los requisitos legales, a pesar de haber mentido en la presentación de su curriculum y de generar serias dudas sobre su autonomía. De nueva cuenta, el gobierno y sus aliados en el Senado ejercieron el poder como aplanadora. No hubo razones que valieran… ni siquiera el cumplimiento de la ley. ¿Y cuáles serán las consecuencias? Profundizar la percepción de un gobierno que violenta la ley cuando le conviene, que puede lastimar impunemente instituciones del Estado mexicano que son constitucionalmente autónomas, y que manda un claro mensaje a nacionales y extranjeros: el Estado de Derecho, incluso en este tipo de cuestiones tan aparentemente nimias, no siempre está vigente. En este caso particular, el verdadero peligro consiste en la percepción que las cifras que genera el Instituto Nacional de Estadística y Geografía puedan estar influidas políticamente, lo que afectaría hasta a los mercados mismos. El INEGI tendrá que hacer un esfuerzo adicional para recuperar la credibilidad en su verdadera autonomía del gobierno.
¿Y los nombramientos que siguen? Son muchos y de gran importancia. El gobernador del Banco de México, tres magistrados del Tribunal Superior de Justicia Administrativa (encargado de los casos de corrupción), el fiscal anticorrupción, y comisionados en el Instituto Federal de Telecomunicaciones, en la Comisión Federal de Competencia Económica y en el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, entre otros. ¿Cómo hacer los nombramientos para asegurar credibilidad y legitimidad que abone a la confianza ciudadana en el gobierno? Una posible salida es inspirarse en los casos del IFT y de la Cofece, en donde se exigen exámenes técnicos como filtro indispensable para sus nombramientos. Otra es, como en el caso del Instituto Nacional Electoral, en donde constitucionalmente está establecido, un filtro de preselección por parte de reconocidos expertos en el tema, seleccionados por órganos autónomos. Estas personas presentan quintetas de candidatos, y de ahí los diputados escogen (ojalá fueran ternas en lugar de quintetas… pues hay demasiada laxitud). En fin, hay diversas formas de seleccionar mejor a quienes llevarán órganos tan importantes del Estado. Eso sí, se requiere que quienes participen en los procesos, todos, siempre cumplan la ley. Si no, no hay sistema que funcione.
Centro de Estudios Espinosa Yglesias,
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