Es normal que exista desigualdad entre personas, entre países, entre culturas. Es normal que existan diferencias al interior de una sociedad. Simplemente la desigual dotación de talentos, de recursos iniciales con los que cuenta una persona o una familia, con el esfuerzo que cada quien le impone a su trabajo, la desigual disciplina y perseverancia entre unos y otros para abocarse a un proyecto, la disposición o no para salirse de su zona de confort. Todos estos factores y muchos más son causas suficientes para que exista desigualdad “natural” o “normal”, aunque puede ser exacerbada por actitudes sociales de discriminación de todo tipo.

Pero también hay otras razones para que “sistemáticamente” se reproduzcan desigualdades, para que se perpetúen, al grado que para una persona, por su accidente de cuna, i.e. el lugar y las condiciones en las que nació, su futuro estará casi totalmente determinado por dicha aleatoriedad de sus condiciones iniciales. Si estas otras razones son suficientes para explicar una amplia desigualdad, todo parece indicar que algo la provoca de manera “automática”, algo que no depende de la persona sino de su entorno, de factores ajenos, de cuestiones que ocurren probablemente porque así “alguien” lo determinó. Podría decirse que ésta es una desigualdad “excesiva”.

Me parece fundamental distinguir entre unas y otras desigualdades. Las primeras dependen más de cada persona y sus familias, mientras que las segundas dependen más bien de su entorno. Si bien es cierto que de generación a generación estos dos tipos de razones se retroalimentan, en un momento en el tiempo ambas pueden distinguirse una de otra.

Parecería entonces que el segundo grupo de razones que generan desigualdad, aquella “excesiva”, son las que debieran considerarse en el diseño e implementación de políticas públicas. Veamos algunos casos de cómo el Estado construye desigualdad “excesiva” en nuestra sociedad. Por ejemplo, la asignación del presupuesto público puede generar mayor desigualdad, como el caso del antiguo subsidio a las gasolinas que beneficiaba esencialmente a la población con automóvil, que se encuentra en el 40% que tiene mayores recursos. Esos subsidios eran regresivos pues beneficiaban a los más ricos y no a los pobres, lo que profundizaba la desigualdad.

Otro ejemplo. Se debería invertir más (dinero y capacidad de gestión) en la educación básica y media superior que en otros rubros. Mayor énfasis en la educación básica y secundaria de la población rural y urbana con menos recursos generarían mejores condiciones para que más alumnos que provinieran de los grupos más pobres pudieran llegar a la educación media superior y superior. Actualmente, sólo el 11% de la población que proviene del 20% más pobre de la población llega a la educación media superior y superior en todas sus modalidades. Por el contrario, el 72% de quienes provienen del 20% más rico de la población estudia al menos preparatoria o educación superior, cuyos niveles de ingreso son significativamente superiores respecto de quienes apenas llegaron a la secundaria. Así, existe un obstáculo enorme para los jóvenes de los estratos más bajos; y al no generar las condiciones para que cualquier joven, sin importar su origen, pueda llegar a la educación superior, estamos generando desigualdad “excesiva” que no debería existir. O es el caso del bajísimo presupuesto asignado a programas de atención en edad temprana, que es donde se define en gran medida el potencial de desarrollo de las personas según el nobel James Heckman. Nuevamente ahí estamos generando más desigualdad pues las familias con mayores recursos pueden asegurar una mejor nutrición infantil que las familias más pobres.

En una conferencia reciente en un evento del CEEY, María Amparo Casar concluyó que la desigualdad es algo que la sociedad construye, es algo que producimos, no algo que ocurre como fatalidad. Yo matizaría su conclusión: las desigualdades inherentes en la naturaleza humana son gravemente exacerbadas, en lugar de mitigadas, por la acción del Estado, de la política pública, lo cual es una aberración. El Estado está para promover la sana convivencia en su sociedad, en armonía y seguridad. Y por tanto resulta inaceptable que, en lugar de ello, el Estado aliente la excesiva desigualdad en nuestra sociedad.

Centro de Estudios Espinosa Yglesias, A.C.

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