Hasta hace muy poco tiempo, la identidad de todo francés se definía entre su preferencia por los vinos de Burdeos o los de Borgoña y sobre todo por su definición como alguien de izquierda o de derecha. Francia es probablemente el país en donde las ideologías, el pensamiento político, han jugado un papel más determinante. Ya no.

La elección presidencial francesa ya no será entre socialistas y republicanos, entre gaullistas, comunistas o verdes. La presente campaña decidirá si Francia es un país inserto en la globalización o si bien, será un país localista y nativista que fortalezca la identidad cultural. Las coordenadas de la elección francesa están ubicadas entre la provincia y las grandes ciudades, entre el campo y las urbes, entre la tradición y la modernidad. Y quizá lo más importante, lo que puede trascender a la misma Francia, que es su permanencia dentro de la Unión Europea.

El 74% de los franceses considera que “ya no reconocen a su país”, que Francia ha perdido su identidad cultural, que demasiados franceses hablan inglés, que se han americanizado, que obedecen a cientos de normas absurdas provenientes de Bruselas, que han cambiado el fast food por la haute cuisine y, sobre todo, que el país tiene crecientes tintes de ser más musulmán que cristiano, en un país eminentemente laico.

En la elección presidencial francesa no importan tanto los candidatos como la idea que cada uno tiene de lo que es Francia y lo que debe ser en el futuro.

Francia elige a su presidente en dos rondas de votación. Si ninguno de los candidatos obtiene más de la mitad de los votos se celebra una segunda vuelta, donde únicamente participan los dos candidatos que han ganado más votos en la primera ronda. El próximo domingo quedarán como finalistas dos candidatos que son como el agua y el aceite; entre los dos no puede hacerse una buena mayonesa. Se trata de Emmanuel Macron, del partido En Marche! (Adelante!), un joven banquero, con mente globalizada y muy carismático, que pretende colocar de nuevo a Francia en el centro del mapa mundial, liderar la Unión Europea y sacudirse cualquier etiqueta que pueda presentarlo como alguien de izquierda o derecha.

Su contendiente final, para la segunda vuelta el 7 de mayo, será Marine Le Pen, lideresa del Frente Nacional. Ha sido clasificada como una candidata de la extrema derecha, quizá más por asociación con su padre y fundador del partido, Jean Marie Le Pen (con quien ella rompió brutalmente), que por méritos propios.

Con la buena distancia que ofrece ser mexicano para analizar las posiciones de los candidatos franceses, he leído con cuidado las plataformas electorales de Macron y de la Sra. Le Pen. Los dos, debo reconocer, son bichos bastante curiosos dentro de la oferta política mundial. Emmanuel Macron es un iconoclasta, financiero del Banco Rotschild, que sabe recorrer la línea recta entre lo que cree que Francia necesita —recuperar su papel como motor político de Europa— y los medios para alcanzar ese fin. Por su parte, la Sra. Le Pen apela sin duda alguna a ese sentimiento generalizado de que Francia está dejando de ser Francia, pero sin el mensaje arrogante de Trump de “America First”. Ella no intenta o siquiera sugiere que todo el mundo o toda Europa se torne de pronto más afrancesada. Su intención es que al menos Francia vuelva a ser más afrancesada. Se opone a que Francia se convierta en un bastión del Islam o de cualquier otra migración. Para ello propone algo interesante: negociar acuerdos de cooperación económica con los países que llevan más migrantes hacia Francia para que encuentren condicione favorables en sus naciones de origen y no tengan que irse a su país. Ya quisiéramos ver que algún político de Estados Unidos pensara en fortalecer la economía de México o de Centroamérica para atenuar los flujos migratorios.

Cosa rara: en la elección francesa están debatiendo ideas y propuestas. Como observador mexicano, da un poco de envidia.

Internacionalista

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