De lo que usted sabe, recuerda o ha escuchado ¿cuál sería el mejor y el peor presidente de México en los últimos cuarenta o cincuenta años? Digamos, desde Díaz Ordaz o Echeverría hasta la fecha. Resultaría interesante conocer la percepción de la opinión pública sobre lo que los mexicanos consideramos un mandatario exitoso y uno fracasado. Este es un asunto que a algunos puede parecer morboso. Pero tiene un claro sentido práctico: conocer las características que más aprecia y más desprecia la población, podría darnos un norte sobre el Presidente que deberíamos elegir dentro de dos años.

Desconozco si existe o no una encuesta de este tipo (si alguien lo sabe, favor de pasar el dato). La regla general, me parece, es que el presidente en turno siempre es el peor. Con frecuencia se afirma que “estábamos mejor cuando parecía que estábamos peor”. Sería más o menos natural que el actual o los más recientes sean los más fuertemente criticados. En parte porque tenemos una memoria más fresca de su labor. La huella del tiempo y la perspectiva histórica puede beneficiar a los más antiguos.

A reserva de que algún sondeo de opinión lo compruebe, estoy prácticamente seguro de que la evaluación general de nuestros últimos presidentes debe ser bastante negativa. ¿Habría alguno de ellos que nos gustaría que volviese a gobernar? ¿Alguno al que se le criticara fuertemente durante su gobierno y que con el paso del tiempo le reconozcamos que hizo un buen trabajo?

Quizá la pregunta de fondo sea: ¿no será que el problema de nuestro presidencialismo es más estructural que personal? Sería difícil asumir simplemente que los mexicanos tenemos mala suerte, mala mano en eso de escoger a nuestros líderes. Como también sería descabellado pensar que los alemanes, los británicos o los canadienses son tan suertudos que la mayoría de las veces les salen buenos cancilleres federales y primeros ministros.

Parte del problema proviene de la oferta política que se nos presenta cada seis años en la boleta electoral. Mientras no dejemos de votar por el que nos parece menos malo o menos peligroso, en vez de disponer de una baraja de opciones en la que podamos escoger entre buenas y mejores alternativas, el resultado final será que seguiremos decepcionándonos de la calidad de nuestro liderazgo. No recuerdo, salvo quizá la expectativa que generó en su campaña Vicente Fox, que algún candidato haya estimulado una auténtica emoción social y política.

La evaluación seria, más allá de simpatías y preferencias personales, consistiría en revisar si entregaron al país en mejores condiciones de las que lo recibieron. El único que pasaría esta prueba sería Ernesto Zedillo, que recibió un México hecho trizas y entregó una economía creciendo a un envidiable 7%. Fox entregó el país más o menos igual que lo recibió, aunque sin alcanzar las tasas de crecimiento que heredó de Zedillo.

No vendría mal que los propios aspirantes a ocupar la Presidencia conocieran un poco más lo que hace que la gente les admire o rechace a sus líderes. Con esa pequeña fórmula a la mano quizá se nos empiece a quitar la mala suerte.

Internacionalista

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