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@emiliolezama
En el famoso discurso que dio en Kenyon College en 2004, el escritor norteamericano David Foster Wallace contó la historia de dos peces: Un pez le pregunta a otro ¿Cómo está el agua? a lo que el segundo pez contesta: ¿Qué carajos es el agua? La metáfora ilustra un fenómeno humano recurrente: cegados por el sesgo de la individualidad no cuestionamos lo que consideramos cotidiano. Esto explica por qué nos es tan difícil cambiar nuestros hábitos, por más insignificantes que sean. Un cambio ínfimo puede suponer un reto mayúsculo para nuestra mente. Para ilustrarlo nada mejor que la anécdota del mamey.
Los más observadores no habrán dejado de notar la recurrencia con la que el mamey figura entre los menús de licuados. ¿Fruta indispensable del folklore nacional? No necesariamente. El puesto de licuados incluye al mamey por la misma razón que excluye al aguacate: tradiciones gastronómicas idiosincráticas. Sin embargo, a veces un ligero cambio lleva a grandes revelaciones. ¿Quién decidió que el mamey tiene que ir con leche? Soy de los que desayuna licuado de aguacate y a la hora de la comida se prepara un agua de mamey. Considero esta dieta un triunfo gastronómico; el mamey adquiere frescura con el agua, aliviando su pesadez natural y el aguacate en la mañana me llena de energía. Pero mi triunfo culinario ha sido pírrico; mis descubrimientos no sólo me han ganado miradas fruncidas sino han resultado en una constante fuente de frustración.
Todo empezó la primera vez que decidí ir a un puesto y pedir un “licuado” de mamey en el que sustituyeran el lácteo por agua simple. Hasta allí el asunto me parecía normal; hice mi pedido como quien pide un hielo en lugar de dos. En ese momento aún no podía imaginar la magnitud del problema en el que había metido al vendedor. De pronto el rostro de mi interlocutor comenzó a descomponerse. “¿Agua de mamey? No vendemos eso”, me dijo con la seguridad de quien sabe que lo que le piden está fuera de su alcance. Detrás de él, un garrafón de agua y dos frutos bien maduros ponían en duda sus palabras.
En lugar de rendirme, esa primera experiencia destapó en mi una curiosidad incontenible. ¿Qué era tan revolucionario de pedir el mamey con agua? Decidí emprender una investigación: repetí el experimento en innumerables restaurantes, puestos y cafeterías y obtuve un patrón de resultados que confirmaron la imposibilidad de lo que yo pedía. No hubo un sólo caso en el que mi pedido no causará cuestionamientos o sorpresa. No hubo un sólo: “enseguida”, “con gusto” “¿qué tanta azúcar le ponemos?”
Recuerdo la emoción que sentí cuando un vendedor del mercado de San Juan comenzó la preparación sin hacerme interrogantes. Todo parecía ir bien, hasta que el vendedor se asomó entre sus frutas y me advirtió que el agua de mamey había que agregarle media tacita de leche. En un mercado conocido por sus hamburguesas de tigre y filetes de león, el agua de mamey causó revuelo.
En una ocasión, el asunto tomó tonos drásticos. Llegué a una cafetería universitaria y pedí un licuado de mamey; pero cuando solicité que quería que llevara agua, el desconcierto fue tan generalizado entre los empleados que tuvieron que llamar a la gerenta. La revuelta del mamey comenzaba a escalar jerarquías. “¿Cómo se hace eso?” preguntó la gerenta cautivada. La receta no fue el final de mis problemas. Una vez que se convenció de que era posible hacer lo que pedía, surgió un tema aún más delicado: el cobro. ¿Cuál es el precio de un sincretismo frutal? ¿Cuánto cuesta una revolución?
Somos una cultura conservadora y por ello seguimos siendo muy reacios a experimentar. No se puede negar la alta inventiva de la gastronomía mexicana, pero tampoco se puede negar como muchas de sus facetas se resisten al cambio. Si alguien pone un puesto de quesadillas y se encuentra con éxito, pronto surgirán 10 puestos que venden exactamente lo mismo. De Tres Marías a la Marquesa la redundancia gastronómica es la fórmula favorita del emprendedor mexicano.
A este fenómeno se agrega un segundo: nuestra sociedad es tan vertiginosamente clasista y vertical que a menudo nos da miedo tomar iniciativas creativas en un ambiente de trabajo. El miedo acaba por inhibir los procesos de la creatividad. El empleado prefiere no asumir riesgos e irse por la norma; no importa que tan absurda sea esta.
A este aspecto conservador y rígido de nuestra sociedad se contrapone un anhelo platónico de cambio. Pero nuestra relación con el concepto es ambigua: el cambio nos gusta en su forma teórica pero no en su acepción práctica. La mayoría de las campañas políticas exitosas traen consigo un eslogan que insinúa transformación. Sin embargo, cuando un gobierno propone una política pública innovadora, solemos reaccionar con cinismo y desdén. Los vecinos de Polanco se opusieron a las Ecobicis, los de Coyoacán al Parquímetro, y en su momento, la ciudad entera al Metrobús. En su famosa canción, “¿A qué le tiras cuando sueñas mexicano?” Chava Flores lo expresó como un deseo por postergar ese cambio al siempre incierto mundo del mañana. Nos encantaría cambiar, sólo que no por ahora.
Quizás por ello cuando soñamos con cambio, lo hacemos con voracidad. Si tenemos que elegir preferimos una revolución a una reforma. Esto se refleja a nivel individual cada año nuevo cuando somos invadidos por un raudal de optimismo. De pronto nos prometemos cambios tan radicales que nos resultan imposibles. Como si imaginar un cambio tan inverosímil nos excusara a la hora de no hacerlo. Entre más complejo, más fácil de evadir.
A veces el cambio más radical es el más ínfimo. Hacer agua de mamey supone un cambio pequeño que, sin embargo, pone en cuestión una premisa incontestada de lo que consideramos “la normalidad.” Su dificultad no yace en el proceso físico sino en el mental. ¿Qué pasa si cambiamos ligeramente nuestros hábitos? Ante la idea de los políticos de ofrecernos un mundo nuevo, y nuestra propia inercia de prometernos lo imposible, yo propongo un nuevo concepto: la revolución del mamey.
Procurar cambios mínimos que transformen de origen nuestra forma de enfrentar el mundo. Abrir nuestras ventanas de la percepción a nuevas ideas y permitirnos la creatividad sin miedo a ser tachados de ingenuos por los cínicos. En suma, a diferencia de los peces de Foster Wallace, preguntarnos ¿qué es el agua? Y a lo mejor incluso agregarle un poco de mamey. Uno nunca sabe lo que puede resultar.
Director
Los hijos de la Malinche
www.loshijosdelamalinche.com