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La semana pasada el presidente Enrique Peña Nieto convocó a una reunión urgente con su gabinete y los gobernadores para tratar el tema de la violencia contra periodistas. En lo que va del año 7 periodistas han sido asesinados, en lo que va del sexenio suman 36. La situación es grave pero no es nueva; la reacción tardía revela que más que una preocupación genuina, la clase política responde a la suma de presión pública y procesos electorales. En medio del resquebrajo nacional, la preocupación máxima de los políticos es su propia perpetuación. La mezquindad como política pública, la corrupción como modus operandi.
No es la primera vez que el presidente convoca a este tipo de reuniones. El show mediático se ha vuelto un símbolo de este gobierno. Para un observador externo sería imposible distinguir las diferentes reuniones y conferencias a las que el Presidente ha convocado en su sexenio; ya sea por temas de seguridad o escándalos de corrupción el protocolo es el mismo; es decir; el protocolo lo es todo.
Se trata de la implementación de la política del espectáculo como política de gobierno. Una consecuencia inherente a elegir políticos diseñados en el seno de la burbuja de las élites políticas y construidos por la televisión. ¿Qué diferencia hacen las conferencias del Presidente? Hasta el momento ninguna. Son los mismos de siempre, el discurso seco, distante, arcaico e inexpresivo. La receta no ha cambiado; un tono grave que denota seriedad, un vocabulario lejano y protocolar, gestos practicados y dominados hasta el cansancio y un par de propuestas intrascendentes para apaciguar a los ávidos de soluciones.
En el discurso político mexicano no hay resquicio para lo genuino o para lo humano porque la política se ha constituido como una institución para el mantenimiento del status quo y no para su transformación. La política mexicana es un espacio arquitectónico similar a un invernadero, un espacio artificial, cerrado y aislado que busca escapar las condiciones de una realidad contigua, su objetivo es la preservación y la reproducción de la élite; su forma de hacerlo es aislarse y no permitir a nadie entrar.
El pasado miércoles el invernadero estaba sellado; en un evento diseñado para responder a la preocupación de los periodistas no había un solo representante del gremio en la mesa de los invitados “de honor”. Los lugares estaban reservados para la nueva camada de gobernadores que en unos pocos años estarán asediados por investigaciones periodísticas y judiciales. No se trata de una videncia, sino de un análisis sobre una constante inalterada en las últimas décadas. Al ver reunida a la alcurnia política la única verdadera pregunta era ¿cuál de ellos sería el próximo Duarte? Las reuniones no muestran indicio alguno de efectividad; ni la violencia, ni la corrupción se han reducido; la política del espectáculo tiene esa inconveniencia; su ejecución tiene poca trascendencia sobre la realidad.
La clase política asiste puntualmente a su propia farsa. A una gran reunión frente al espejo. Nada cambiará fuera del campo de visión del reflejo. Sus asesores les recomiendan palabras de indignación para ganar los titulares del periódico; ese es su verdadero interés con el gremio. Algunos caen en el juego; perpetuan el cinismo publicando titulares como el que menciona que Pablo Escudero, miembro del Partido Verde Ecologista, “urge a las autoridades asumir responsabilidades en el caso de los periodistas”. Al final los periodistas asesinados y el estado de la libertad de expresión no tienen nada que ver con el evento; la clase política se reúne en torno al Presidente como una corte alrededor de su rey herido; ya planean el relevo pero deben seguir el ritual del cortejo amable. Buscan a uno suficientemente distinto al anterior como para garantizar su aceptación, pero lo suficientemente similar como para que nada cambie.
Analista político. @emiliolezama