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“Este capítulo de Black Mirror apesta” decía uno de los letreros más memorables de la marcha de las mujeres del pasado 21 de enero. El anuncio hacía referencia a la famosa serie británica que ha hecho de la distopía tecnológica una realidad plausible. Los creadores de Black Mirror entienden los desarrollos tecnológicos actuales como la precuela de la catástrofe; imaginan escenarios en los cuales las herramientas que actualmente utilizamos acaban por deshumanizarnos. Botones de “me gusta” con los que se califica a los seres humanos, videojuegos que se adentran en nuestra cabeza y botones para bloquear a personas en la vida real. ¿Qué tan lejos podemos llevar nuestra propia locura e inercia por la tecnología?
Esta es una pregunta que ha sido realizada de manera muy seria por un grupo de científicos liderados por Stephen Hawking. Su preocupación es que inmersos en un frenesí tecnológico e informático, nadie se ha sentado a hacer dos preguntas básicas. ¿Para qué y hasta dónde? Es decir, ¿en qué momento vamos a preguntarnos por las consecuencias de lo que creamos? La pregunta se vuelve especialmente compleja cuando se habla del desarrollo de la inteligencia artificial. El mundo científico ha llamado singularidad al momento en que la tecnología será capaz de crear inteligencia artificial por sí misma sin intermediación del ser humano: inteligencia superior a la nuestra creando inteligencia superior a sí misma. Hipotéticamente esto supondría un riesgo importante para nuestra especie. ¿Qué sucede cuando ya no tengamos control de lo que se está creando?
El tema de fondo es que el ritmo con el que la tecnología avanza no permite resquicios para la reflexión. Aún en las ramas menos complejas de las ciencias tecnológicas se toma por dado que toda nueva tecnología es positiva, que todo invento es un avance y que nuestra dependencia en el mundo digital nos empodera. Como el éxito comercial depende de la velocidad con la que se inventan algoritmos y sistemas, no hay espacio para el pensamiento, y como consecuencia el desarrollo tecnológico se vuelve anárquico; su éxito se basa en su rentabilidad pero no en las necesidades humanas. Hemos reemplazado el ¿qué queremos ser? por el ¿qué podemos ser? Y esto es riesgoso.
Recuerdo con extrañamiento la graduación de mi maestría en Washington; había una conmoción entre la comunidad estudiantil porque Tim Cook, director ejecutivo de Apple, daría un discurso de graduación. Ese día, bajo el monumento a Washington, miles de jóvenes aclamaban emocionados el nombre del creador del Iphone 7. Me sorprendió ver a compañeros cargando carteles con imágenes de emojis. En ese mismo lugar, pero cincuenta años antes, otra multitud de jóvenes había levantado letreros, pero aquellos eran cualitativamente distintos; no había caritas felices ni pulgares levantados, sino conceptos como “igualdad”, “justicia” y “paz”. Mientras que nuestros antecesores referían a un ideal y a una aspiración de mundo, es decir, respondían a la pregunta ¿qué queremos ser?, nosotros hacíamos referencia al presente, un mundo donde una carita feliz se había convertido en el símbolo de la bonanza y progreso. ¿Qué pasa cuando los gurús de una generación son aquellos que han logrado la rentabilidad más sexy del mercado? ¿Qué pasa cuando las ideas son sustituidas por productos y algoritmos?
El letrero que hacía alusión a Black Mirror no se equivocó. En un mundo donde un tuit puede comenzar una guerra, un mensaje en Facebook dejar a un país entero en la pobreza y unos códigos hackear una elección presidencial urge ponernos a reflexionar sobre el uso que le damos a la tecnología y lo que queremos de ella. El triunfo de Donald Trump, la caída estrepitosa del peso y la crisis diplomática internacional demuestran que ya estamos viviendo la distopía. Al dejar al mundo ser guiado por la tecnología de la inmediatez, el frenesí de la supuesta comodidad y la ausencia de tiempo, un requerimiento indispensable del pensamiento y la reflexión, nos hemos vuelto sumamente vulnerables como especie. Black Mirror ya no es una distopía a futuro sino un espejo del presente. La más grande broma de los productores del programa es que mientras nos abochornamos con los escenarios ficticios que plantean, estamos inmersos en el capítulo más cruel de la serie: la realidad.
Analista político
@emiliolezama