Nada como una langosta para acabar el año. Los amantes de los animales me odiarán, pero a pesar de que he leído tratados enteros sobre la crueldad de la receta, no dejo de regocijarme con uno de estos crustáceos bajo la inducción de mantequilla y un toque de limón. Pero quizás este fin de año, la cualidad más importante de la langosta no sea su sabor, sino la lección que hay en su propio martirio. En un video que circula por internet, un viejo rabino de ojos saltones y mechones blancos describe como el caparazón de la langosta no crece con ella. Esto significa que en algún momento previo a llegar a nuestros platos, nuestro crustáceo siente tanto dolor que debe refugiarse bajo una piedra para poder cambiar de escudo: el dolor es lo que permite a la langosta crecer.

Muchos clichés nos han enseñado que lo que no nos mata nos vuelve más fuertes; pero en los momentos de más oscuridad la sabiduría popular suele ser poco reconfortante. Ante ello un organismo ha hecho del refrán una forma de vida. La lección de la langosta funciona porque nos enseña que hay quien de verdad ha logrado encontrar formas de transformar el dolor en crecimiento. La lección no es menor, algo de bien le hará sufrir a este crustáceo: su precio en los mercados demuestra que damos un valor muy alto al dolor. Hay algo sumamente reconfortante en ello, si bien las tortugas crecen con todo y caparazón, las langostas requieren de un extraño optimismo para poder seguir: interpretan el dolor como la posibilidad de mejorar.

Alguna vez un profesor agregó a la definición humana dada por Platón y describió a nuestra especie como un bípedo inplume que sabe reír; la descripción no es mala, pero es incompleta: estoy convencido que lo que nos define como especie es nuestra tolerancia al error. Para la mayoría de los organismos del planeta, cometer un error equivale a acabar de postre de alguien más; los seres humanos somos más laxos en ese sentido, cometemos error tras error, nos flagelamos, lastimamos a otros, dejamos ir lo que queremos y aún así tenemos el privilegio de poder continuar. Esto no siempre resulta fácil; somos la primera especie que tiene que lidiar con el peso del arrepentimiento.

El amor y la política son los campos donde la estupidez humana más a menudo demuestra toda la extensión de sus capacidades. Lastimamos a los que queremos, perdemos a la gente que amamos, votamos por tiranos que nos odian, aplaudimos políticas que nos acaban. Somos tontos y vulnerables ante nosotros mismos. Aprender no nos es fácil, continuar con el peso de nuestras limitantes tampoco lo es. Aunque uno continúa, siempre extraña lo que perdió.

Me decía un amigo que quizás votar a Trump es lo que necesitamos para despertar y transformarnos. Otro me habló de que en el amor funciona igual. ¿Vale la pena lastimar, herir, perder, por un aprendizaje posterior? La verdad es que no, los sanos no necesitan perder para apreciar, ni doler para racionalizar. Pero habemos suficientes langostas como para descarrilar todo; para nosotros simplemente no hay opción. Los habitantes langosta del mundo necesitamos perder para crear, doler para mutar; por lo menos hasta convertirnos en tortugas o acabar servidos en un plato de año nuevo.

El fin de año es una convención humana creada tal vez para recapacitar y recapitular sobre nuestras fallas y limitaciones. La metáfora de la langosta da sentido a nuestro martirio, el dolor nos ayuda a crecer aunque a veces quisiéramos que nuestra propia estupidez no saliera tan costosa. Una lección no vale cuatro años de un tirano, ni una vida de ausencia; pero quizás, sólo a veces, no tenemos de otra. Ante nuestras propias limitaciones sólo queda seguir el ejemplo de humildad del crustáceo; reconocer nuestras limitantes, pedir disculpas y esconderse un rato para armar un caparazón más apto, más fuerte y a la vez más sabio. Al final siempre hay un consuelo: no importa qué tanto hayamos errado no hay dolor más caro que un kilo de langosta.

Analista político.

@emiliolezama

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