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A la memoria de mi tío
Pablo Díaz del Castillo
Ante las amenazas del exterior, nada como entendernos a través de lo que consideramos normal y lo que no. El caso del zapote tiene mucho que explicar al respecto. ¿Qué define a lo exótico? La primera definición de la Real Academia refiere a lo “extranjero”. Pero, ¿qué pasa cuando confundimos una referencia geográfica con una narrativa totalitaria? En su libro La cocina mexicana, Fernando del Paso cuenta que en una cena con franceses se dijo emocionado por probar el helado de frutos exóticos; al escucharlo, su anfitrión lo corrigió diciéndole que el helado no era de mango, sino de frambuesa. Del Paso contestó, “para mí, que soy mexicano, lo exótico no son esas frutas, sino las frambuesas de países como Francia, que son, para nosotros, extranjeros y lejanos”.
Pocas cosas pueden molestarme más que aquellos compatriotas que preguntan cuál es el chicozapote, o lo confunden con el zapote negro. Cada vez que menciono mi afición por estas frutas nativas, mis amigos justifican mi “rareza” diciendo que me gusta la fruta exótica. Por ello he desarrollado un nuevo método de construcción de lazos sociales; procuro preguntar las preferencias frutales antes de entablar una amistad; quien menciona la manzana queda inmediatamente descartado; el mango y la sandía son bienvenidas sin euforia; el zapote, aguacate, guanábana y el mamey me indican que he encontrado a un mejor amigo.
¿Por qué hemos construido un sentido de pertenencia a partir de una visión que no corresponde a nuestra geografía? Sospecho que se trata de un equivalente secular de la conquista espiritual europea. Quedamos tan confundidos por las supuestas bondades del reemplazo de nuestros ídolos que acabamos haciendo lo mismo con toda la cultura. De la misma forma que Tonantzin fue suplantada por Guadalupe, el chicozapote ha sido sustituido por el kiwi y el zapote ha sido suplantado por la manzana Granny Smith. Como en los ídolos religiosos, la sustitución se basa en una visión superficial de la cultura: ambos son verdes por fuera, pero el zapote sabe a noche; y la manzana sabe a aburrimiento.
Hace poco fui a una heladería a pedir nieve de zapote. En un año en el que Leonard Cohen murió y Trump triunfó, lo último que uno quiere escuchar es que la de zapote ha sido descontinuada. “No se preocupe, la reemplazamos por cookies and cream”. Me dijo un joven entusiasta. Atrás de él, un colega más viejo entendió mi nostalgia: “Deje usted que no lo pidan, no lo conocen” —me dijo con aires de solidaridad. El asunto me recordó mi viaje por Vietnam; en medio de un calor enervante, una fila me indicó que se vendía algún manjar delicioso. De manera muy idiosincrática me formé sin conocer mi destino y recibí una sorpresa cuando me enteré que el señor vendía chicozapote. Quizás simplemente apreciamos más lo que no nos es inmediato.
En nuestro desarraigo geofrutal yace un ejemplo más de una aspiracionalidad mal planteada. Decía Octavio Paz que no podríamos avanzar hasta no aceptarnos a nosotros mismos. Si las manzanas son oriundas de Asia, la pera de Europa y la naranja de China; ¿por qué consideramos a los zapotes más exóticos que ellas? No se trata de construir un patriotismo frutal chafa y forzado; sino de entender si hay algo ideológico en ese desprecio que explique otras cosas de nuestra naturaleza. ¿Es sólo que no nos gustan o es más bien que no tienen el suficiente sex appeal para acomodar nuestros complejos?
El futuro para México parece más incierto que nunca. Ante ello, muchos han propuesto refugiarnos en el consumo patriotero y la exaltación de lo mexicano. Siempre he sido reacio a caer en el fácil patriotismo chafa. Ante la noche que se aproxima, el zapote tiene una mejor lección de esperanza: no se trata de rechazar lo externo, sino de entender cómo podemos usarlo para entender y elevar lo nuestro. Las nuevas generaciones pueden no saberlo, pero el zapote sabe mejor con unas gotitas de naranja.
Analista político. Director de ‘Los hijos de la Malinche’.
@emiliolezama