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Hace unos meses realicé un viaje a unas comunidades mayas de Yucatán. Para cualquier amante de la guanábana y el chicozapote, esta región es el paraíso. En el sureste mexicano, la pobreza económica tiene su compensación en una sobreabundancia de alimentos. Si el ser humano es corrupto y burocrático, la naturaleza siempre se ha portado espléndida. De tal forma que entenderán mi decepción cuando llegué a una de estas comunidades y me encontré con kilos de chicozapote, guanábana y caimito esperando la descomposición bajo los árboles. ¿Por qué se desperdiciaban estas delicias?
Mi sorpresa no hizo más que agravarse cuando entré a una vivienda maya. Rodeada de árboles frutales, el centro de mesa revelaba un pequeño plato de frutas; allí un par de manzanas Granny Smith brillaban contra el sol yucateco. No tardé mucho en descubrir las razones del genocidio frutal: “El gobierno repartió pirámides nutricionales” —me dijo una señora señalando un pequeño papel pegado en la pared—. “A mi me gusta la guanábana pero dicen que da cáncer”.
Poca duda queda de que los programas de alimentación del gobierno no sólo están mal ideados sino que tienen complejo de señor-del-Costco-de-Polanco. Incluyen en su pirámide manzanas, peras, fresas y frambuesas, pero excluyen al mamey, al zapote, al caimito y por supuesto, a la guanábana. El caso no sólo refleja la estupidez gubernamental —para eso hay muchas otras pruebas— sino una cierta idea del mundo que se ha arraigado en la política tecnócrata: una cosmovisión falsamente aspiracional; anglocentrista; autodegradante.
El chicozapote y la guanábana son frutas autóctonas de América. A pesar de ello, hemos sido tan adoctrinados por el mundo occidental que a menudo consideramos a estos frutos como exóticos. La confusión revela mucho sobre nuestras propias trepidaciones identitarias: En su libro sobre la cocina mexicana, Fernando del Paso ilustra muy bien este fenómeno con una anécdota: “un día que me invitó a cenar un caballero de París (...) le dije que para cerrar con broche de oro me gustaría tomar un postre de frutas exóticas. El caballero enarcó las cejas porque no se había dado cuenta, dijo, que en el menú figuraban postres a base de mango, papayas, guayabas, cocos, o algo por el estilo. A lo que respondí, mi señor, para mí, que soy mexicano, lo exótico no son esas frutas sino las frambuesas, las grosellas y los arándanos, productos de países como Francia, que son, para nosotros, extranjeros y lejanos”.
Aprovecho la anécdota frutal para tratar un tema de coyuntura: Inmersos en el debate del Constituyente de la Ciudad de México, nos emociona la idea de incorporar a la nueva Constitución los temas más sexys que invaden la discusión globalizada. Grandes temas se perfilan para dominar la discusión de los próximos meses: diversidad, legalización de las drogas, internet, los temas cool que nos llegan de Europa y Estados Unidos como fresas o manzanas Granny Smith. Confieso que disfruto una buena manzana pero estoy preocupado de que en el proceso olvidemos algo.
Con todo su caché, los temas de boga en el corredor Condesa-Roma no necesariamente son los mismos que los del corredor San Pedro Actopan-Tlacotenco. Pongo un ejemplo: Cientos de miles de pueblos indígenas viven en la Ciudad de México. ¿Dónde quedan los indígenas en este proceso constituyente? ¿Dónde están los pueblos originarios de México? Los fundadores de la Ciudad, aquellos que, pese a lo que crea Mancera, le dieron su nombre. Me temo que, como en tantas cosas, en nuestro intento de ser globales, nuestra Constitución acabe definiéndose más por sus omisiones que por sus inclusiones.
Es decir, queremos anexarnos al mundo extrapolando los temas internacionales a nuestro hábitat. En muchos casos esto es una buena noticia. Pero ¿qué hay de nuestros temas? Quizá cuando redactemos esta nueva pirámide nutricional que regulará nuestra alimentación ciudadana, sería bueno agregar un par de guanábanas y zapotes a las manzanas y fresas.
Analista político.
@emiliolezama