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La Ciudad de México ha cambiado mucho en los últimos años. La capital del país se ha transformado en una de las ciudades más dinámicas del mundo. Esto no es casualidad; en su libro La clase creativa, el sociólogo norteamericano Richard Florida plantea que en el mundo postindustrial serán las ciudades y su capacidad de generar y atraer a la “clase creativa” las determinantes del desarrollo económico. Si alguna vez los países lucharon por mano de obra barata, en los próximos años será la inventiva de los jóvenes artistas, pensadores, ingenieros e informáticos la que defina el éxito de un país.
La Ciudad de México está siendo inundada de un nuevo ímpetu. Jóvenes de todo el mundo están llegando a la ciudad atraídos por una escena vibrante y cosmopolita. México está de moda. A la vez, la mentalidad de los mexicanos más jóvenes hacia la ciudad ha cambiado drásticamente. Si las generaciones anteriores buscaron huir de ella, las nuevas buscan adentrarse en su laberinto. El resultado es evidente, la ciudad es más segura, más plural y se transforma de manera rápida. Si Carlos Monsiváis alguna vez llamó a la ciudad postapocalíptica, los jóvenes de hoy han vuelto del apocalipsis la oportunidad de un nuevo comienzo.
Pero el amor no siempre es recíproco; los jóvenes han sido el motor de este cambio, pero han sido también los menos beneficiados por él. Las autoridades capitalinas no han logrado solucionar las grandes carencias que afectan a los más jóvenes. No han logrado darles oportunidades de trabajo, ni la posibilidad de hacer estudios de calidad y, con ello, los han condenado a la miseria. En su novela Amuleto, el escritor Roberto Bolaño pinta una metáfora de esta gran tragedia: miles de jóvenes entusiastas marchan cuesta arriba en la montaña, pero en la cima los espera una trampa: la única continuación a la cúspide es el abismo.
Arropada en su nuevo brío, la ciudad se prepara para redactar su primera Constitución. El proyecto genera entusiasmo porque plantea la posibilidad de una transformación única en la historia del país. Pero la “visión” de la clase política parece nuevamente estar fallando. Hasta el momento, los jóvenes no han sido incluidos en el proyecto. ¿Cómo transformar a la ciudad partiendo del desdén a su futuro? El grupo elegido para redactar la nueva Constitución cumple, en casi todos los casos, con los requisitos curriculares para hacerlo. El problema no es quienes la conforman, sino quienes no; el grupo se debilita por sus ausencias.
Aún peor es el caso de la configuración de las candidaturas partidistas para el Constituyente. En su afán de luchas internas y pequeños cotos de poder, los partidos están privilegiando a los mismos políticos y activistas de siempre. Si el grupo redactor es una sofocracia senil, el Constituyente podría convertirse en una gerontocracia. El futuro de la ciudad quedará en las manos de su pasado.
¿Y los jóvenes qué? Mientras ellos cambian la ciudad, otros se apuntan para decidir su futuro. La ausencia es reveladora. Es cierto que las nuevas leyes electorales permiten las candidaturas independientes, pero los vastos requerimientos limitan la participación. Además, lo preocupante no es su ausencia de los espacios de divergencia; allí se ha consolidado su actuar. El problema es su ausencia en las instituciones políticas que supuestamente los representan. No se trata de cumplir cuotas o poner adornos, sino de incluir a jóvenes capaces, que por sus propios méritos deben formar parte de un proceso tan importante como el actual. Estadísticas del padrón electoral muestran que el grupo de edad de los 20 a los 29 años es, por mucho, el más grande. ¿Acaso van a votar por aquellos que los han excluido del proceso?
Analista político. @emiliolezama