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Cualquier persona que haya ido a un concierto en los últimos años habrá notado el uso indiscriminado de las cámaras de los celulares para grabar. El asunto es casi patológico. En cuanto las luces se apagan los celulares se prenden. ¿Miedo a la oscuridad? No lo creo, miedo más bien al silencio tecnológico. En el mundo de la web 2.0 sólo las fotos y los videos prueban nuestra presencia. ‘Si no lo grabaste, no estuviste.’ esa es la consigna del mundo de los celulares inteligentes. La gran ironía del mundo contemporáneo es que para sabernos parte del mundo físico requerimos observarnos en el mundo digital.
El filósofo francés Jean Baudrillard acuñó el concepto de hiperrealidad para explicar aquellos fenómenos que construyen una capa de realidad falsa que acaba por sustituir aquello en lo que se basaron. Quizás ningún instrumento ha sido más exitoso en la creación de estas hiperrealidades que la pantalla y la cámara. El ejemplo del porno es útil para entender el concepto. La pornografía agrega una nueva dimensión a lo real; nuestros sentidos nos permiten la visión panóptica del acto sexual que revelan las cámaras de la industria. El porno muestra una versión tan detallada, minuciosa y amplificada de la realidad, que acaba por separarse de lo que originalmente quería mostrar. Se crea una nueva capa de percepción que acaba por sustituir a la anterior. La pornografía es más real que lo real.
Los teléfonos celulares aún son bastante torpes en sus intentos de capturar el mundo externo. Su perspectiva del mundo “real” es prácticamente contraria al del porno. Si la industria del tele-sexo ha amplificado la realidad, nuestros celulares la reducen. A través de nuestras cámaras, el mundo se vuelve pequeño; A unos cuantos metros, el cantante parece estar a kilómetros, la producción musical, suena a licuadora. Cuando grabamos un concierto estamos creando un antiporno. En lugar de hiperrealidad, estamos ante un caso de hiporrealidad. Nuestras grabaciones no revelan nada, esconden todo. En lugar de dar testimonio de nuestra presencia en un evento, los videos denotan nuestra ausencia. Estuvimos allí sin estarlo. Visto a través del celular, el concierto se transforma en una simulación; una triste parodia de sí mismo. No fuimos al concierto sino a su copia pirata.
Quizás por ello los videos de los conciertos no son tan prolíficos en nuestras redes sociales. Rara vez compartimos lo que hemos grabado y cuando lo hacemos tiende a ser un tanto penoso. En medio de una comida alguien saca su celular para presumir lo increíble que estuvo el concierto de anoche. Mientras somos sometidos a 5 minutos de ruido desenfrenado descubrimos nuestra existencia en su forma más bochornosa; la pena ajena. El interlocutor ha sido tan poseído por su burbuja digital, que ha desarrollado una especie de Síndrome de Asperger. Ante las miradas agraviadas y molestas de los demás comensales, el interlocutor decide que es buen momento para mostrar otro video. Para él, la hiporrealidad de su video es más real que su entorno.
A pesar de la absoluta inutilidad de estos videos, el fenómeno cada vez es más extendido. La obscuridad del concierto ha dado paso a un show de luces en sentido inverso. En la dinámica tradicional del espectáculo, las luces del show alumbraban al artista. En el mundo de las selfies y el narcisismo virtual, la dinámica ha dado un giro de 180 grados: las luces de los miles de celulares apuntan hacia nosotros. Mientras que el lente de la cámara se enfoca en el artista, el brillo de la pantalla ilumina nuestros rostros. El asunto es revelador de una sociedad encantada por su propia imagen. Somos nosotros y no ellos el centro del espectáculo. Nuestra presencia allí se ha vuelto más importante que la de la música. No es que los Rolling Stones hayan tocado, es que ‘yo’ estuve allí para verlos.
Acostumbrados a observar el mundo a través de una pantalla, nuestro propios sentidos han quedado relegados a un segundo plano. Usar nuestras cámaras nos da tranquilidad, nos asegura que lo que observamos está realmente sucediendo y que nuestra presencia allí es constatable. Pudiendo ser testigos primarios del mundo preferimos imponer un filtro que nos protege y nos aísla, pero también nos niega. Sólo existimos como hombres de carga, nuestro punto de vista ha quedado desvalorado, nuestra única función ante el mundo es portar los instrumentos que ‘sí’ pueden presenciar y dar testimonio al mundo de lo real. Aunque a través de la cámara ese mundo real sea más chico, más chafa, más monocromático.
Director de ‘Los hijos de la Malinche’
@emiliolezama
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