El pasado 22 de septiembre varios diputados arribaron a San Lázaro en bicicleta y transporte público como parte de la conmemoración del “día mundial sin automóvil.” Los diputados llegaron sonrientes, rodeados de cámaras, periodistas y el ocasional empleado disfrazado de porrista. Al llegar, muchos lanzaron mensajes grandilocuentes, promoviendo el uso de la bicicleta y de pasada dando discursos proselitistas en apoyo a sus partidos e intereses. Su rostro era de autosatisfacción absoluta, creyéndose parte de una iniciativa moderna, popular e inteligente.

Entrenados en la política del “espectáculo” y la forma sin fondo, los congresistas montaron una gran farsa. Su iniciativa ambientalista perteneció al género del montaje-chafa. La mayoría de los diputados no empezaron el trayecto desde su hogar sino que fueron conducidos hasta un punto de encuentro. Su estrategia funcionó como metáfora perfecta de un sistema que busca esconder con maquillaje lo que sucede debajo del rímel: mientras que el “show” se montaba sobre las calles de la ciudad, debajo de ellas, en el estacionamiento de San Lázaro, sus lujosas camionetas ya los esperaban para el camino de regreso.

Hubieron otros que optaron por llegar en transporte público. Esto les permitió una perspectiva única de una realidad que desconocen. Por unos breves minutos pudieron convivir con el mundo que en gran medida deberían representar. Para ellos la experiencia tenía tintes de safari: descubrieron por medio del turismo el terreno sobre el cual legislan.

En ambos casos los resultados de su iniciativa fueron contraproducentes; en lugar de crear conciencia sobre el medio ambiente, la puesta en escena concientizó sobre el cinismo de los legisladores y la farsa de su representatividad. Mientras que en diversas partes del mundo se discute de manera seria sobre el riesgo ambiental, para nuestros diputados el problema es trivial: su solución consiste en usar la bicicleta unos minutos al año. El caso revela la forma en la cual la clase política mexicana suele lidiar con los grandes problemas nacionales: la política-espectáculo.

Hasta hace poco más de una década este tipo de acciones eran relativamente exitosas porque no existían medios que revelaran su esencia simuladora. En el mundo abierto de hoy, es imposible esconder la naturaleza de estas iniciativas. Su persistencia como parte de la cultura política muestra la falta de imaginación y sensibilidad que imperan en la clase política. A pesar de que este tipo de prácticas ofenden a los ciudadanos, espectáculos como el de las bicicletas siguen formando parte de la cotidianidad política del país.  Ante esta recurrencia surgen dos preguntas. ¿A quién se le ocurren este tipo de ideas? Y aún más importante ¿por qué nadie las detiene?

La respuesta puede tener que ver con la estructura clasista y jerárquica del poder en México.  El sistema mexicano es vertical y rígido, lo que impide el flujo de ideas. Mientras que las estructuras horizontales privilegian el diálogo y el debate, en los sistemas verticales la forma de la comunicación por excelencia es la orden. Esto crea un miedo generalizado a salirse del guión, cualquier paso en falso puede acabar en el desempleo. Ese miedo desalienta el disentimiento pero también la creatividad. La consecuencia es obvia, la capacidad de construir ideas e iniciativas novedosas queda acotada, y por el contrario, las ocurrencias de los que están arriba pasan a consumarse sin contrapesos intelectuales. El fenómeno no es exclusivo de la clase política, sucede también en las empresas privadas y la burocracia. Hemos creado una cultura laboral que inhibe la innovación y celebra la improvisación y el capricho.

A esto se suma una segunda consecuencia de nuestros sistema jerárquico: el miedo al disentimiento y al debate. En la cultura mexicana no hay peor ofensa que decir que “no.” La negación connota imposición y nuestra naturaleza servicial considera esto de mal gusto. Preferible un “si” mentiroso pero cordial, a un “no” honesto pero tajante. De tal forma, confundimos la discusión con el pleito y por ello la evitamos a toda costa. En Estados Unidos es común ver a presentadores de televisión entrevistando a su competencia. En México esto es casi imposible; escuchar a quien difiere es sinónimo de traición. Muchos medios prefieren no reportar noticias si involucran a personajes de lo que consideran su competencia. En una sociedad donde decir que “no” es ofensivo, la única manera de convivir es estar de acuerdo.

Mi hipótesis es que nuestra cultura jerárquica, rígida y servicial permite que iniciativas políticas ridículas se concreten sin cuestionamientos. Como los procesos son endogámicos y las propuestas son escrutinadas por la adulación, la ineptitud se filtra sin mayor drama o pudor. El caso del día mundial sin automóvil es ilustrativo. Al llegar a San Lázaro, los  diputados declararon orgullosos estar generando “conciencia ambiental entre la población.” Sus declaraciones demuestran lo alejados que están del mundo que gobiernan. El problema es casi arquitectónico: el sistema es tan vertical que, situados en la cúspide, han quedado irremediablemente alejados de lo que sucede a nivel de piso. En ese otro mundo que los legisladores visitan una vez al año, nadie los considera modelos a seguir. Su intento de generar conciencia es en ese sentido absurdo. No sólo porque es ambientalmente cínico y oportunista, sino porque no entienden que en el mundo real, ese cinismo queda al descubierto por su obviedad. Quizás su incapacidad de entender esto revele el único tipo de conciencia que deberían intentar fomentar: la auto-conciencia.


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@emiliolezama

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