Es común que hoy en día se hable de la “calidad de la educación” en diversos foros y medios de comunicación; especialmente, después de que se publican los resultados de las evaluaciones de aprendizaje, tales como Planea y PISA. Con base en estos estudios, políticos, especialistas en educación, profesores y periodistas califican la calidad de la educación de los distintos países. Por ejemplo, con base en el informe de PISA 2015 se calificó al sistema educativo mexicano como decepcionante, desastroso o estancado. Sin embargo, nadie repara en que es incorrecto evaluar la calidad de un sistema educativo con base en un solo indicador, como es el caso de los aprendizajes que adquieren los estudiantes al terminar un grado escolar o al cumplir una determinada edad.

Por el momento, no existe un consenso nacional ni internacional de qué entender por “educación de calidad” y, menos aún, por las formas de lograrla. Entre los problemas que surgen al tratar de definir este término destacan su polisemia y ambigüedad, que dificultan poder atrapar la realidad que se pretende definir. De hecho, el término “calidad educativa” significa cosas diferentes para distintos grupos de personas, dependiendo de su conocimiento sobre el tema educativo y de su posición ideológica, entre muchos otros aspectos. Esta dificultad ya se advertía desde 1990 cuando los secretarios de educación de los países de la OCDE se reunieron en un evento titulado “Una educación y una formación de calidad para todos”.

El Estado mexicano ha intentado definir este concepto desde hace algún tiempo y lo intenta nuevamente en el contexto de la Reforma Educativa. Así, las últimas modificaciones al artículo 3º constitucional establecen como derecho de todos los niños y jóvenes a recibir una educación de calidad, entendida como el “máximo logro académico de los educandos” (fracción II, inciso d). Por su parte, la Ley General de Educación (artículos 2º y 3º) establece que todo individuo tiene derecho a recibir una educación de calidad, entendiéndose por esta “…la congruencia entre los objetivos, resultados y procesos del sistema educativo, conforme a las dimensiones de eficacia, eficiencia, pertinencia y equidad” (fracción IV del artículo 8º).

Ante este dilema, Alejandro Tiana (en: Avaliação e Políticas Públicas em Educação) se pregunta si existe alguna salida que permita hablar con coherencia de la calidad de la educación o hay más bien que renunciar al uso del término. Su respuesta es que sí es posible hacerlo, siempre que se cumplan tres condiciones. Primero, aceptar la complejidad del concepto, ya que la calidad se puede abordar desde una perspectiva individual y otra social, que no necesariamente coinciden; o bien, desde una perspectiva macroscópica (ej. el sistema educativo en conjunto) o microscópica (ej. programas educativos concretos).

Segundo, reconocer la multidimensionalidad del concepto ya que, generalmente, la calidad de la educación se entiende solo como “eficacia”, es decir, como el cumplimiento de los objetivos educativos. Esa concepción ha puesto el énfasis en la calidad del “producto educativo” en términos de los resultados de aprendizaje de los estudiantes (valorados frecuentemente con pruebas estandarizadas). Esta aproximación es análoga a la del mundo empresarial, que considera la perfección del producto como el criterio central de calidad.

Tercero, considerar que la calidad de la educación debe tomar en cuenta la satisfacción de necesidades y las expectativas cumplidas de sus destinatarios (educandos y padres de familia). No basta considerar el logro de aprendizaje (eficacia educativa), también es necesario tomar en cuenta otras cualidades de la educación, tales como la eficiencia, pertinencia, relevancia y suficiencia de los objetivos educativos, así como con la satisfacción de los resultados conseguidos.

En síntesis, para evaluar la calidad de la educación se requiere tomar en consideración varias dimensiones subyacentes a esta cualidad de los sistemas educativos, además del logro de los aprendizajes de los estudiantes. Sin embargo, estamos acostumbrados a evaluar la calidad de la educación, básicamente, con pruebas de rendimiento académico que se acompañan, en el mejor de los casos, de algún cuestionario a estudiantes.

En este caso, se debería de hablar solamente de los resultados alcanzados por los alumnos. Incluso, sería necesario acotar el término de “evaluación del aprendizaje” a los dominios curriculares que se evalúan que, en la gran mayoría de los casos, se limitan a las matemáticas y a la comprensión de lectura, excluyendo otros dominios igualmente importantes, como la expresión escrita. Aún, dentro de los campos curriculares que se evalúan, las pruebas de aprendizaje de gran escala se limitan a medir solo aquellos conocimientos y habilidades que son susceptibles de evaluar de manera estandarizada.

Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación

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