Las leyes no cambian la realidad, sólo los ingenuos supondrían eso. Pero un buen planteamiento de las mismas son una precondición para edificar buenas instituciones y desarrollar políticas públicas exitosas. Por eso es importante hacerlas bien.

En materia anticorrupción, el trabajo legislativo se ha planteado en distintas fases que van de lo general a lo particular. La primera hizo posible establecer en nuestra Constitución el modelo anticorrupción por el que optamos: un Sistema Nacional conformado por órganos del Estado mexicano que se coordinan pero también se vigilan entre sí, en tareas de control, detección y sanción de actos de corrupción. La segunda, apenas concluida, dio nuevo diseño y atribuciones a los órganos que formarán parte del Sistema, a la vez que planteó un nuevo régimen de responsabilidades. La tercera, tal como se ha esbozado, abordará aspectos más concretos de la gestión cotidiana del aparato público. En esta fase está previsto que se discuta la Ley de Obras y la de Adquisiciones públicas, el marco que regula la relación entre autoridades y privados en transacciones de alto riesgo para la ocurrencia de actos de corrupción.

Hacer buenas leyes en estas materias es fundamental. Lo que tenemos hoy permite discrecionalidad, abuso y corrupción, y todo esto al amparo de la ley. Fracasar en ello comprometería el éxito de todo el modelo. Es como si edificáramos bardas altas y electrificadas y aseguráramos la puerta principal de un edificio portentoso, pero dejáramos la puerta trasera abierta para dar paso libre al asalto de un ladrón.

En lo que se refiere a la Ley de Obras, a finales de 2014 el Ejecutivo sometió a la consideración del Congreso una iniciativa de reforma con aspectos muy deficientes. Aspectos que incrementaban, en lugar de reducir, las zonas de riesgo para la corrupción. Dicha iniciativa planteaba un amplio catálogo de excepciones a la propia ley (por ejemplo, abría la puerta para que cada ente federal contara con sus propio ordenamiento en la materia), fomentando con ello un régimen de contratación de obra pública fragmentado, sin garantía de un estándar mínimo en términos de transparencia, competencia y eficiencia.

Asimismo, mantenía un número excedido e injustificado de causales para exceptuar la licitación pública. Permitía que pudiera utilizarse la adjudicación directa o la invitación a tres de manera indistinta, cuando los requisitos para permitir una adjudicación directa deberían ser más estrictos. Reducía el uso de CompraNet, en lugar de hacer de él una plataforma de información integral de la obra pública. Mantenía la opacidad en documentos esenciales para reducir y controlar la corrupción como son estudios de mercado, convenios modificatorios de los contratos de las adjudicaciones directas, dictámenes de excepción a las licitaciones.

No sólo eso, la redacción planteada parecía querer esquivar el cumplimiento de todos los principios de rendición de cuentas establecido en el artículo 134 de nuestra Constitución.

Afortunadamente me refiero a esta iniciativa en tiempo pasado. A pesar de que la Cámara de Diputados le dio trámite en menos de un mes en diciembre de 2014, el Senado la detuvo para darle un análisis más detallado. Hoy esa iniciativa no encaja con el sistema que se está construyendo. De hecho, resulta un contrasentido.

La Ley de Obras y la de Adquisiciones serán fundamentales para atacar las causas de la corrupción y no sólo sus efectos. Anticipo que el proceso de negociación de estas leyes será complejo. En la medida en que nos acercamos al hueso, a los puntos donde están las fuentes de poder discrecional y de abuso, más va a doler a quienes sacan ventaja de ello. Si no llegamos ahí, a donde realmente duele, nuestro edificio será sólo un monumento a la ingenuidad.

Directora de México Evalúa.
 @EdnaJaime @MexEvalua

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