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El ambiente reinante en la Cámara de Diputados parece ajeno a la realidad actual de nuestro país. Pese a estar entre los funcionarios peor evaluados por la ciudadanía, los diputados parecen no entender la exigencia social de austeridad gubernamental, ni el hecho de que los tiempos que corren obligan a toda la clase política a reformarse y depurarse.
Con el inicio de la LXIII Legislatura, las principales bancadas en San Lázaro comenzaron por estos días la negociación para hacerse de las presidencias de las 15 comisiones legislativas más codiciadas e importantes, en términos políticos, por las reformas que ahí han de aprobarse. Entre ellas está la de Presupuesto y Cuenta Pública, la de Hacienda, de Seguridad Pública, Defensa, Marina, Gobernación, Justicia, Energía, Comunicaciones, Radio y Televisión, y Desarrollo Social.
Esta “negociación” en realidad es una abierta y frontal disputa, y se debe a que quienes encabezan dichos órganos legislativos reciben distintos privilegios, como oficinas adicionales, secretarios técnicos, asesores, coche, celulares y “apoyo para gestión administrativa” —es decir más dinero con cargo a los contribuyentes—, además de la relevancia mediática que da a un diputado y a su partido estar en primera fila del debate de leyes transcendentales.
En otras palabras, esta pugna entre bancadas se limita sólo a la obtención de prerrogativas, recursos públicos, poder político y presencia en los medios, y no esta motivada, como debiera ser, por una búsqueda genuina de llevar cabo un trabajo legislativo profesional. Además, las prerrogativas adicionales no deberían existir dado que esta clase de tareas específicas forman parte de la responsabilidad inherente a cualquier actividad legislativa. De hecho, no es secreto que el grueso de los integrantes de las cámaras lo que hacen es votar conforme les instruye su respectivo coordinador parlamentario.
Además está el afán de los partidos de mantener los 56 órganos legislativos hoy existentes, pese a la evidente necesidad de una disminución de éstos como parte de una política de austeridad coincidente con la impulsada por el gobierno federal. Y no se trata, como pudiera pensarse, de invalidar el trabajo o la causa social de algunas de estas comisiones, sino de poner un alto a la “comisionitis” de los diputados, que en la primera oportunidad anuncian la creación de tal o cual organización especial para atender casos que al final nunca resuelven. Cada escándalo viene acompañado con su comisión legislativa que, contrario a la practica estadounidense, carece de la capacidad para juzgar a los involucrados ante la opinión pública.
Es urgente que el Congreso se sume a las propuestas de austeridad del ejecutivo federal y locales. Es por un tema económico pero también de eficiencia. El que mucho abarca poco aprieta. ¿Es necesario gastar en comisiones sin resultados cuando el Legislativo tiene cientos de iniciativas pendientes de destrabar? Mejor que se aboquen los diputados a hacer bien pocas cosas, en vez de intentar —y fracasar— hacer muchas.