Por paradójico que parezca o ridículo que suene, estamos ya a más de la mitad de la segunda década del siglo XXI, y aún seguimos cuestionando discutiendo y analizando la independencia de los poderes judiciales. De hecho, en algunos rincones de nuestro debate jurídico nacional, se discute hasta el reconocimiento jurídico del Poder Judicial como poder soberano legítimo en la integración de la unión republicana. Todo parece indicar que los principios que dieron origen al reconocimiento indiscutible de la independencia judicial como uno de los elementos necesarios para transitar al Estado liberal, no han tenido ningún impacto en el pensamiento contemporáneo.

Sin duda alguna, el tema central de esta semana y de las pasadas ha sido el de la independencia judicial. Por ello, y a manera de recordatorio, me parece necesario recapitular algunos puntos relevantísimos sobre la independencia de poderes judiciales y jueces. Ciertamente, los sistemas jurídicos de influencia continental europea, como el nuestro, desde la Ilustración, consideraron en algún momento y por razones históricas específicas (como la existencia de monarquías absolutas) que los jueces fueran una especie de funcionarios de segunda clase que sólo deberían maquilar sentencias; sentencias que, al final del día, eran legítimas en tanto que cubrieran lo estipulado por la ley. No se exigía más ni se esperaba menos. Tanta era la influencia de esta idea que, incluso, autores marcadamente liberales consideraban que el Poder Judicial debería ser una rama del Poder Legislativo. Más tarde, los mismos liberales se dieron cuenta de que esto era una perversión inaudita que no permitiría el paso a un verdadero Estado liberal de Derecho.

Por ello, hoy en día autores como Juan Toharia han sostenido, acertadamente, que esta forma de concebir a los jueces, “automática e inevitablemente rebaja la función judicial a la de un mero funcionario —todo lo especializado y distinguido que se quiera, pero funcionario al fin”. Esto explica en mucho por qué bajo nuestra tradición jurídica los jueces son considerados como funcionarios anónimos: “se trata de funcionarios intercambiables, cuyas características personales resultan por completo irrelevantes para el normal desempeño de su tarea”. Pero a mediados de la segunda década del siglo XXI, esta tradición de someter al Poder Judicial a otro u otros Poderes del Estado es el reflejo de un síntoma anti-democrático y anti-liberal: denota un claro miedo a los contrapesos y a los balances concretos del poder; tan importantes para el sano desarrollo de una democracia y del Estado de Derecho, cobardía inadmisible.

Bajo las premisas de la moderna democracia, es indispensable que comencemos a cuestionarnos sobre si realmente es esa la clase de jueces que queremos. Jueces sometidos por completo al capricho del legislador en turno. No olvidemos que también hubo liberales que defendieron lo contrario. No sólo Tocqueville, sino también Stuart Mill, nos avisó de los riesgos de una democracia sin contrapesos: específicamente, la tiranía de la mayoría. La única forma de defender nuestros derechos individuales frente a las creencias mayoritarias son jueces fuertes e independientes de cualquier poder. Aquellos son los únicos capaces de proteger nuestros derechos constitucionalmente plasmados frente a las creencias de las mayorías; que no por ser mayorías necesariamente tienen razón.

Tocqueville, juez en Francia, cuando hizo su legendario viaje a América, observó que en aquel país no había asunto ni problema que acosara a la población y no pasara por las manos de un juez. Es verdad, pero también observó que los jueces fungían como un verdadero contrapeso político frente a los otros dos poderes de la Unión. El resultado ha sido democracias fuertes y estables: ¡qué lección tan importante!

Presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México

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