Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, todos, nos han regalado interpretaciones distintas de nuestro México.

Paz lo representaba como el país de la sociedad escindida: dividida entre dos culturas incompatibles pero forzosamente casadas. Fuentes también veía división, no como la de Paz, pero sí entre clases: los burgueses, los adinerados venidos a menos, y la gente de la calle que sufre a risotadas y con bailes para tratar de esconderlo. Juan Rulfo escindía su representación de México entre lo fantástico posible y la realidad que parecería fantástica; desoladoras y emotivas descripciones de un país “crudo” o “rudo”: hostil. José Emilio Pacheco nos da detalles, nos pasea por calles remotas, recorremos lugares de colonias conocidas por todos pero que ya no existen (la del Valle, la Narvarte); tiempos de un México, ahora en extinción, que invita a la nostalgia.

De todos ellos, en distintas épocas, hemos aprendido a ver y a imaginar distintos escenarios sobre la realidad que nos abraza y que, por cotidiana, obviamos o no hemos aprendido a leer como lo han hecho estos grandes hombres y mujeres de las letras mexicanas.

Hace unos días nos acompañó en el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México, una mujer esplendida, llena de un optimismo envidiable, que también nos ha representado una cara, una faceta de la sociedad mexicana como nadie más lo ha hecho. Guadalupe Loaeza no halaga la postura, ni se asume ella, me parece, como la “niña bien” que le dicen ser. Por el contrario, es una maga de la metáfora, de la crítica subrepticia y de la ironía y del sarcasmo.

La literatura, en sus manos, deja de ser únicamente una obra de arte, o una metáfora bien construida, para convertirse en un aforismo del mundo en que vivimos los mexicanos. Es una extensión del pensamiento que no requiere de mucha interpretación, ni de un ejercicio de traducción. El uso del sarcasmo en su caso no sólo es permisible, sino necesario. En su obra se presenta como una extensión de su pensamiento y como una representación subjetiva de una realidad objetiva; tangible, de nuestra sociedad.

“Las niñas bien” no es una metáfora que deba ser entendida en sentido ‘figurado’. Es Literal, muy literal. Es un reclamo, una crítica y una descripción. Un fantasma que la persigue, una situación que la incómoda y una realidad que ha aprendido a relatar, a estudiar, para desmembrar. Es todo eso dentro de varias obras.

Nosotros, como abogados y guardianes de la ley y la justicia, debemos estar más presentes y más pendientes de la literatura. Compartir y aprender de ella. No podemos ser lejanos. A la literatura debemos verla como una extensión de nuestras deliberaciones prácticas. La imaginación, ciertamente, no es conocimiento. La ficción no trasmite aseveraciones como la ciencia. Sin embargo, la imaginación podría ser una fuente de conocimiento; al imaginar cosas, podríamos, por eso mismo, llegar a saber cosas. Y las ficciones son ayudas para la imaginación, pueden conducir indirectamente al conocimiento.

La imaginación y la ficción literaria son capaces de provocar respuestas similares a las que son emitidas por los jueces en sus tribunales y salas. La literatura nos brinda una clase de realismo que no encontramos en ninguna otra parte. Un realismo de cómo podrían ser las cosas y de cómo podríamos evitarlas sin que éstas realmente sucedan. Como hombres de justicia, debemos acercarnos y conversar con las mujeres y los hombres de letras, abrevar de ellos, aprender de ellos y regocijarnos con su peculiar forma de ver la vida que tanto nos enseña.

Presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México

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