Hace unas semanas, magistrados del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad, acompañados por el jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, velamos a la niña Ángela. Aquella pequeña que ya es conocida por todos. Conocida por la tragedia de su corta vida. Por la forma en la que fue encontrada y, peor aún, por no haber sido (aún) reclamada por nadie.

Ha sido uno de los actos más difíciles a los que he tenido que asistir. No sólo por todo lo que rodea al asunto, sino también por la soledad en la que puede morir un niño. Me dejó reflexionando sobre la niñez, sobre lo que ésta debe significar para todos nosotros sin excepción; sobre la protección de los menores que, en muchas ocasiones, no son más que víctimas de nuestros actos de adultos: inconscientes, crueles y, en ocasiones, sin sentido.

Todos festejamos el Día de las Madres. Pero desde aquél día no puedo dejar de pensar que la única forma de festejar a las madres es denunciando el maltrato a quienes les dieron esa calidad: los niños y las niñas. De acuerdo con las Naciones Unidas, 20% del total de víctimas de trata en el mundo son niños. Y según el Departamento de Estado de EU, de los 800 mil casos anuales de trata transfronteriza, 50% son niños.

La Unicef estima que 150 millones de niñas y 73 millones de niños menores de 18 años, han mantenido relaciones sexuales forzadas. Y que más de un millón de niños cae en prostitución cada año.

El maltrato infantil es una realidad que debemos combatir con todas nuestras fuerzas. Claramente, contamos con las herramientas jurídicas necesarias. En México tenemos legislación que cubre con los requerimientos de los tratados internacionales y de las convenciones. Si esto es así, ¿en qué estamos fallando? ¿Por qué seguimos viendo que existen esta clase de abusos sobre los más indefensos?

Los esfuerzos deben comenzar, al menos, desde el punto de vista de las instituciones, en aportar todos mecanismos necesarios para mejorar nuestros estándares de vida. Es decir, no basta con castigar el maltrato infantil, sino de lo que se trata es de evitarlo; y de eliminarlo. No debemos poner nuestra energía en proteger a los menores, sino en prevenir que éstos tengan que ser protegidos por las instituciones. Esta perspectiva involucra, ciertamente, a los Poderes Judiciales. Fundamentalmente, a la justicia familiar. Los jueces familiares deben velar por los infantes en primerísima instancia. Pues son ellos quienes conocen de los dramas que surgen en el seno familiar, en la casa, en la escuela, que terminan siendo gérmenes del maltrato. Parece mentira, pero no lo es, de acuerdo también con la Unicef, de 37 países el 86% de niños y niñas de entre 2 y 14 años ha experimentado castigos físicos o psicológicos. Pero lo terrible de esta noticia no sólo es la cantidad, sino que dicha clase de maltrato se ejecuta en el seno familiar. Mientras pensamos que la familia debería ser el ambiente natural para la protección de los niños, el hogar también puede ser un lugar donde los niños experimentan la violencia en forma de disciplina.

Efectivamente, éste es un problema mundial. Pero en México, por lo menos, debemos comenzar a tomárnoslo mucho más en serio. Por ello, cada vez estoy más convencido de la iniciativa del presidente Peña Nieto con la justicia cotidiana. Aquella justicia que debe ayudar a prevenir situaciones como las que he descrito. Ojalá y pronto la justicia se vuelva preventiva y no restaurativa. Ese sería un ideal que, al menos, los niños y niñas agradecerán.

Presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México

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