Estamos ya en la recta final del plazo señalado por la propia reforma constitucional en materia de justicia de 2008; en el horizonte ya se otea su límite en unos cuantos meses. Mucho se ha escrito y reflexionado al respecto; es ocupación y preocupación de todos, operadores del Derecho y legos, ciudadanos de a pie que tal vez, sin tener nada que ver con conflictos con la ley y la justicia, están atentos a este nuevo hito del discurso histórico mexicano. No es para menos, se trata de la justicia de nuestro país; uno de los valores más caros para cualquier sociedad y de una instancia del Estado que se espera siempre sea confiable y eficaz.

El esfuerzo ha sido mayúsculo en todos los frentes interesados en implementar de buena manera los rasgos que distinguen a esta gran reforma pacífica de la justicia. Nadie ha quedado fuera del empeño, ni del desempeño en una facturación que se miraba enorme, de calado mayor. Hoy seguimos viendo las dimensiones de todo lo implicado, pero estamos debidamente pertrechados a estas alturas para llegar a la meta. Se cumplirá en toda su extensión la exigencia constitucional, en todos los fueros y en todas las regiones del país.

Sin embargo existen algunos temas fundamentales en todo esto que debemos abordar a conciencia. Ya nos hemos referido a la arquitectura de los juzgados, al entrenamiento profesional para un correcto desempeño, al presupuesto requerido. Ya hemos explorado con abundancia los instrumentos legales y procedimentales. Las cosas ya han sido calculadas y se alcanzarán los objetivos. Sin embargo, ahora que el destino nos alcanza, y tenemos también la tarea de redactar nuestra Constitución capitalina, quisiera mencionar algunas cuestiones que deben aparejarse en la redacción de la misma con la instrumentación de la reforma de justicia:

1.— Concebir un Derecho penal mexicano único e integral, sujeto a conceptos adecuados y principios uniformes para todo el país, articulando un nuevo federalismo más cooperativo, más actualizado, más moderno;

2.— Alcanzar finalmente en la legislación, por supuesto, pero sobretodo en las mentes de cada cual, un amplio consenso y apertura a la equidad de género; varones y mujeres en un plano de igualdad, que sabe reconocer desigualdades de grado, para aspirar a una justicia cabal y equitativa, que brinde trato y resultados iguales;

3.— Lograr conjuntar discurso y realidad en materia de justicia para adolescentes, más allá de una legislación novedosa y firme; es preciso comprender que ese universo juvenil requiere de marcos de actuación específicos y muy cuidados;

4.— Promover y diseñar modelos de auténtica autonomía orgánica, técnica y presupuestal, tanto en el Ministerio Público, cuanto en las diversas judicaturas; este renglón es básico bajo los requerimientos del nuevo modelo de justicia, pues sólo así, se incorporará credibilidad y confianza ciudadanas en sus aparatos públicos de procuración e impartición de justicia; y

5.— Impulsar una actitud en los operadores del Derecho y un cambio profundo de nuestra perspectiva, las cuales deben ser adecuadas a los nuevos principios rectores que informan el cambio. Al no regir el pensamiento arcaico consistente en que todo juicio penal debiera desembocar en la imposición de una pena mortificante, a fin de aplicar los medios de la antigua readaptación social como pócima mágica, es preciso ahora, adoptar una mentalidad moderna y no meramente represiva.

Sin duda, hay mucho por hacer en estas materias; pero una de ellas es fundamental: cambiar la concepción y percepción de nuestra ley penal y nuestros modos y medios de justicia.

Presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México

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