Desde el Siglo de las Luces hasta la modernidad, en variadas ocasiones, se ha puesto en duda el papel democratizador de los Poderes Judiciales. Cuando se habla de democracia, se habla del Parlamento, del Ejecutivo, de los votos individuales que representan a cada uno de los ciudadanos; se habla de decisiones mayoritarias y de la voluntad general. Pero pocas veces se hace referencia al Poder Judicial.

Rara vez se dice que el Poder Judicial también puede ser un catalizador de la democracia. Incluso, con angustia teórica, ciertos tratadistas hablan del llamado problema “contramayoritario”. Como si los jueces y magistrados fuéramos ajenos o periféricos al ejercicio democrático; como si fuéramos extraños a la voluntad general o, por lo menos, no participantes de ella.

John Locke lo sabía bien. Podemos coincidir con su filosofía o no, pero en algo no se equivocaba: el principal servicio, el más importante servicio que debe proveer el Estado, es el servicio de un tercero imparcial que dirima las controversias que surgen entre dos personas que no siempre son plenamente imparciales, ni están plenamente convencidas de una solución.

Para que una sociedad pueda vivir en paz, requiere, necesariamente, de un juez, de un mediador, de un tercero imparcial, que logre conducir la resolución de los conflictos sociales. Sin esta figura, las sociedades, como en antaño, se estarían viendo consumidas por la vorágine de la “ley del más fuerte”.

Con la modernidad, la Judicatura se especializó a tal grado que se hizo pensar que había conflictos que no eran dignos de su representación; conflictos que estaban muy arraigados en determinados grupos sociales, como las vecindades, como los mercados, la vía pública, los grupos étnicos. La especialización y la complejidad de ciertos conflictos terminaron por alejar a otros conflictos, igual de importantes, pero menos rebuscados. Me refiero a aquellos conflictos que en ocasiones pensamos son tan recurrentes o tan simplemente vanos que los alejamos de las manos de los jueces. Conflictos que por su cotidianeidad, creemos que no necesitan de las manos diestras de un juez, o creemos que son irrelevantes ante los ojos ciegos de la justicia.

No puede haber un ejercicio menos democrático que éste. Que hacerle creer a la ciudadanía que la justicia no tiene ojos para todos los conflictos. Que la justicia cree en distintas clases de conflictos; que los hay pequeños, nimios o simples y que son éstos los que no merecen su atención.

Hacerle creer a la ciudadanía que los únicos conflictos que le importan son aquellos donde hay millones de por medio, o aquellos donde el individuo, finalmente, porque no resolvió una disputa previa o un conflicto pequeño, terminó por privar de la vida a alguien, de lesionar al vecino, o de robarle al transeúnte, es la forma más viciosa de hacer ver a la justicia.

La justicia no comienza cuando el conflicto es grande o ruidoso. La justicia comienza cuando hay una disputa que merece ser resuelta y que al resolverla se evitarán, precisamente, los conflictos grandes o ruidosos.

Es en este punto donde la justicia alternativa se vuelve central, formando parte de la democratización de los Poderes Judiciales. Contrario a lo que se presume, no es un mecanismo para evitar el rezago judicial. Tratarla de esa manera es no darle el lugar que le corresponde dentro de la justicia conmutativa. Es tratarla como un instrumento de limpieza y no como un procedimiento en sí mismo. No es darle la importancia que se merece. En ese sentido, si se ve a la justicia holísticamente y no sólo como la burocracia que administra procedimientos aislados, se verá que la medicación tampoco debe ser considerada una medida alternativa a la justicia, sino como el futuro de la justicia misma.

Presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México

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