“Procuremos más ser padres de nuestro porvenir, que hijos de nuestro pasado”, nos aconsejó Unamuno, el rector espléndido del claustro salmantino quien vivió horas gloriosas de España, otras grises y de claroscuros y aun pudo sufrir los embates groseros del fascismo, antes de su lamentable muerte.

El filósofo español tuvo un pensamiento liberal lúcido y una vida azarosa como producto de sus ideas. Pero no hizo de ello su causa, sino su motor para el impulso y supo otear mejores horizontes para su patria y su causa fue —en rigor— la libertad.

Durante el famoso episodio de la Universidad de Salamanca —su universidad— del Día de la Raza de 1936 en su paraninfo, escuchó como rector las vociferantes arengas del fascismo que lo irritaba, acompañadas de las conocidas consignas de una multitud enfebrecida y no pudiéndolo evitar se puso en pie y habló de libertad entre los abucheos de los militantes falangistas.

Salvó la vida, al abandonar el salón, tal vez por su enorme presencia, pero se escuchó un grito desgarrador y terrible, como símbolo de toda forma de opresión universal: “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”.

El mundo en su discurrir ha vivido horas aciagas en las que parece que la única razón es la fuerza y la violencia. Lo primero que quiere silenciarse es el conocimiento y el pensamiento en macabro homenaje a la destrucción de lo que no se comprende.

Supo Unamuno burlarse de esas paradojas absurdas y repelentes de las consignas fascistas. “¡Viva la muerte!” es, reflexionó ya casi lúdicamente, tanto como quien gritara animado por necrofilia insensata: “¡Muera la vida!”. Un verdadero contrasentido propio de quienes han dejado a la razón abandonada en cualquier rincón. Esos mismos que abominan y desconfían de la inteligencia como razón del hombre para conducirse por el mundo y la historia.

Abundan para nuestra lamentación hechos irracionales en la ya larga y rica vida de la humanidad. Nada de esas aberraciones nos resulta ajeno; sabemos a bien, los mexicanos, de esos riesgos y de esas voces que convocan a la violencia e invocan irresponsablemente a la muerte.

Cuando todo se crispa y se sacude, cuando una determinada comunidad nacional ingresa en una era de cambios para aspirar de manera óptima a su propio crecimiento, las voces en una democracia se levantan y se hacen escuchar. Mover los ramajes antiguos conmueve las conciencias y cae lo que ya no pertenece al nuevo estado de cosas.

Lo que no podemos jamás acoger ni permitir es el silencio que habla de sociedades muertas u oprimidas; pero en ese levantar la voz y participar es preciso mantener el rumbo y la cordura. Será la inteligencia de los mexicanos la que nos permitirá incursionar en nuestro futuro que hoy mismo levantamos, claro, en medio de clamores y tumultos que parecen un desorden. Pero siempre hay y habrá estaciones —como en los recorridos del ferrocarril— para la reflexión y la maduración de ideas.

Tenemos nación —población, territorio, gobierno, orden jurídico, cultura compartida— que nos cohesiona. Antes la fuerza de la razón y la impronta de las ideas saludables, que inventar destrucciones y demoliciones que sólo dejarán un yermo.

Para conocer la patria nueva, estimo, es necesario primero reconocernos todos en nuestro discurso histórico y en lo que nos une y no separa. Dos siglos de vida mexicana mucho dicen y hoy tenemos cómo y con qué resolvernos a plenitud.

Presidente del TSJDF

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