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La genialidad de un intelectual no siempre se encuentra en su originalidad. Ni en su capacidad de aportar una nueva visión o interpretación del mundo. En más de una ocasión se encuentra en la forma en que nos aclara lo antes dicho. En su forma de presentar problemas ya discutidos. En explicar de forma más sencilla aquello que permanece oculto.
Esta es la crítica que recae sobre Rousseau, por ejemplo, el no haber dicho nada nuevo pero haberlo incendiado todo. Al menos eso era lo que creía Madame de Staël sobre su obra. Pensaba que su pluma era la que valía, no sus ideas. Las ideas de Rousseau ya habían sido expuestas por otros, pero él las dijo mejor. Las clarifico, las maquillo con sus palabras y eso le valió un lugar en el escaparate de la historia.
Lo mismo podríamos decir del profesor Giovanni Sartori. Su obra no goza de originalidad en muchos sentidos. En realidad, su defensa de la democracia liberal ya había sido expuesta y discutida por otros autores, tanto clásicos como contemporáneos. Sin embargo, su fortaleza radica en la claridad con la que dijo las cosas. En poner orden dentro del caos.
Su perspectiva sobre el Homo videns, que tantas citas ha logrado, se basa en contraponer la experiencia tecnológica y sus repercusiones en la vida intelectual del ser humano, con la perspectiva defendida por Ernst Cassirer del Homo sapiens. Cassirer defendía que “El hombre no vive en un universo puramente físico sino en un universo simbólico, lengua, mito y religión son los diversos hilos que componen el tejido simbólico; cualquier progreso humano en el campo del pensamiento y de la experiencia refuerza este tejido.” Por lo tanto, una sociedad que está siendo dirigida por imágenes y no por las palabras, que sustituye el hablar con el ver, el pensar con el observar, es una sociedad que intelectualmente tiende a la decadencia.
La idea básica consiste en que entre más ignorantes sean los individuos más manipulables serán. Pone el dedo en la yaga milenaria de la educación. El reclamo es tan viejo como la República de Platón. No hay nada nuevo bajo el sol. Lo interesante de la obra del politólogo italiano es que lo puso con las palabras correctas. Con las expresiones exactas para causar la conmoción necesaria.
Podría atribuirle una virtud más aparte de la claridad, y es que vio un poco más, dio un paso que no todos se animan a dar, tuvo la visión para suponer que las sociedades teledirigidas por la tecnología y la sociedad del “ver” iban a ser cada vez más robustecidas mientras que la educación enflaquecería. Esto no se lo podemos negar, como tampoco podemos negar que ha tenido razón.
Pero la virtud más grande que he podido encontrar en su obra es la capacidad de traducir su interés por la filosofía en la ciencia política. No se quedó nunca en las posibilidades de lo ideal, sino que supo leer las realidades del ser y traducirlo con claridad.
Sin duda, extrañaremos, los que le leíamos, su presencia en las librerías. Siempre que se pierde una mente brillante, perdemos todos.
Embajador en los Países Bajos