El escándalo es que en México ya nada es un escándalo. El reportaje de ProPublica reveló que la DEA compartió información, de manera absolutamente irresponsable, con la “inteligencia” mexicana y eso tuvo como resultado una masacre de más de 300 personas en Coahuila. El gobierno de Enrique Peña Nieto no dice ni pío.
También debería ser un escándalo que el titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores admita que México convoca, con Estados Unidos, a una reunión cuya sede es una instalación del Comando Sur de las fuerzas armadas del vecino del norte. En Miami, ni más ni menos.
Recapitulemos. En su reciente visita a Guatemala, Peña Nieto afirmó que su gobierno protege los derechos humanos de los migrantes centroamericanos que transitan por nuestro territorio.
Es justo al contrario, pues durante este sexenio se han multiplicado las vejaciones, los maltratos, las agresiones en contra de los ciudadanos de América Central que buscan llegar a la frontera norte o, sencillamente, escapar de la violencia en sus países.
En materia de respeto a los migrantes, el gobierno no tiene nada que presumir. Sobran evidencias de las vejaciones en los testimonios que recogen los medios y los organismos de derechos humanos. Y tales evidencias sobran incluso en los números oficiales.
Está documentado, por ejemplo, que las denuncias de migrantes centroamericanos que son víctimas de delitos se dirigen cada vez más hacia autoridades de todos los niveles.
Envuelta en una retórica de derechos humanos, eficaz para la propaganda pero cruel en la realidad, la política migratoria de este gobierno se resume en un dato que debería avergonzarnos como país: echamos a más ciudadanos centroamericanos de los que deporta Estados Unidos.
En los hechos, Peña Nieto ya ha construido parte del muro de Donald Trump, aunque no con planchas de acero o de concreto, sino apretando los controles migratorios: en 2010, México deportó a 62 mil 788 migrantes centroamericanos. En 2016, los deportados fueron 117 mil 990. Esas 55 mil personas más no hablan del compromiso de Peña con los migrantes y sus derechos, sino de su obediencia a las instrucciones de Washington.
Muchos de los migrantes en tránsito son víctimas del crimen organizado e incluso de la delincuencia común. Sin embargo, cada vez más las agresiones provienen no de los criminales, sino de autoridades de todos los niveles. Según registros de organizaciones humanitarias, los delitos cometidos por el crimen cayeron 24 por ciento en 2015, en tanto que los atribuidos a autoridades crecieron hasta en 86 por ciento.
El 1 de febrero pasado, un despacho de la agencia Reuters, informó que militares estadounidenses se reunieron con funcionarios mexicanos en Tapachula “para discutir iniciativas de seguridad”.
Una fuente de la agencia Reuters dijo que “la reunión se centró en el compromiso de México de asegurar su frontera sur para mantener a raya tanto a la delincuencia organizada como a los inmigrantes centroamericanos que tratan de ingresar sin documentos a Estados Unidos”.
¿Así o más claro?
La reunión de Miami, muy presumida por el secretario Luis Videgaray, tenía conclusiones anticipadas. Las anunció el general John Kelly, secretario de Seguridad Interior, cuando dijo que el objetivo era “reorientar la alianza de la era de Obama sin un incremento grande en financiamiento de los Estados Unidos (y) presionar a México a tomar más responsabilidad para la gobernabilidad y seguridad en Centroamérica, y buscando inversión privada fresca para la región”.
Y en buen castizo no significa sino una cosa: queremos que México siga siendo nuestra border patrol y que haga mejor su trabajo.