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Hace muchos años estuve en Florencia por primera vez y presencié una celebración multitudinaria en los espacios públicos de la ciudad. Era, creo recordar, a propósito de un importante aniversario florentino; turista como yo era, me detuve largo rato a ver el desfile, civil al principio, y luego religioso: al ver a los sacerdotes y a las monjas por las calles, exclamé: “¡Están violando la Constitución!”, para desconcierto de mí mismo. Esa exclamación era un poco ridícula; como si nunca hubiera yo salido de México. Estaba en un país donde no hay clara separación de la Iglesia y el Estado o bien el laicismo oficial es laxo.
En todo caso, no había en ese país europeo, hace más de 30 años, las mismas prohibiciones que en México, por ejemplo, impedían que los religiosos anduvieran en la calle con los ropajes que les impone su pertenencia a la iglesia católica.
Ahora, desde los años 90, eso ha cambiado entre nosotros y discutimos la pertinencia o el valor del laicismo. Se dirá lo que se quiera, pero muchos (o algunos, no sé) pensamos que estamos viviendo un grave retroceso. Esa discusión debería pertenecer al pasado y tendríamos que estar en pleno ejercicio del laicismo más sensato y bien definido, que no es de ningún modo antirreligioso (anticatólico) sino meramente republicano. A la luz de lo que ha sucedido estos años —y para no ir muy lejos, la semana pasada—, el sentido de la organización laica de la sociedad está o debería estar clarísimo para alguien mínimamente sensato.
No toda la iglesia es retrógrada, oscurantista, irracional, discriminadora. Hay sacerdotes, como el admirable Alejandro Solalinde, que señala enérgicamente la responsabilidad de la iglesia en las manifestaciones homofóbicas, y lo hace denunciado la hipocresía de los jerarcas de la manera más simpática imaginable; dice: “No se hagan que la Virgen les habla”. Eso, en boca de un sacerdote en funciones, despierta en mí un entusiasmo del tamaño del aire. Solalinde es un católico de los que le hacen pensar a uno que quizá no todo está perdido en este país endemoniado, cada día más débil, cada momento más aturdido, cada semana más ensangrentado.
Sí, el republicanismo secular ha sido injusto con lo que suele llamarse la cultura católica. Hay en esos ámbitos valores extraordinarios. Nunca olvidaré el gesto de extrañeza, de inmediato acompañado de la pregunta correspondiente, de la maravillosa poeta Dolores Castro cuando me vio con un ejemplar de la revista Ábside bajo el brazo: “¿Y tú qué haces leyendo eso?”, a lo que respondí que me interesaba mucho y que disfrutaba la lectura de muchas de aquellas páginas.
¿De veras no es posible que más católicos sensatos levanten la voz ante las barbaridades que hemos presenciado en estos días? Yo creo que sí. Lo digo como lector de Ábside y de los poemas del padre Placencia, del padre Ponce, de Concha Urquiza y de Dolores Bravo.