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Hay a veces letreros en las películas que dicen “Basado en hechos reales”. Se refieren al relato, a la historia, a la narración. Me parece una advertencia llena de problemas, por decir lo menos. Trataré de explicarme.
¿Problemas? Sí, por supuesto. La gente no quiere que le “cuenten mentiras”: primer problema, fácilmente sintetizable con decir que pone de manifiesto la espantosa confusión entre mentir e imaginar, confusión que tiene consecuencias en todos los órdenes. Podemos reprocharles a los funcionarios de Hacienda que nos mientan cuando nos dicen “la gasolina no va a subir de precio” el día anterior a esa subida; pero no podemos reprocharle a Juan Rulfo que haya puesto en peligro a Susana San Juan cuando su padre Bartolomé la baja con una cuerda a una mina para rescatar un tesoro. El funcionario miente, quizás a sabiendas, y su dicho puede tener efectos graves entre la gente; lo que el novelista imaginó y escribió tiene efectos de otro orden: nos conmueve, nos impresiona, nos permite ponernos en el lugar de esa niña inerme y explicarnos en parte su impresionante locura, también imaginada en la novela.
No es lo mismo mentir que imaginar, que fantasear libremente, y en ocasiones poner por escrito o en un cuadro o en una pieza coreográfica —y hasta en una película— todo eso que nos pasa por la mente.
Segundo problema: la falsa garantía de interés que la advertencia ofrece. ¿Es acaso más valiosa o interesante una historia porque lo que en ella se cuenta efectivamente ocurrió? Debemos imaginar (¡imaginar!) que tal o cual película sobre la Segunda Guerra Mundial refiere los hechos con verismo, fielmente, con un apego estricto a la verdad histórica y microhistórica; entonces, ¿por qué no mejor un documental? No: la gente quiere historias reales que parezcan novelescas, o algo así, pero a la vez prefiere cierta “garantía” de su ocurrencia en la realidad real. Es, como se puede ver, una garantía engañosa. No hay notario que certifique la veracidad proclamada implícitamente en aquello de “Basado en hechos reales”. Pero el espectador se siente halagado absurdamente por el letrero.
Todo esto apunta a un descrédito de las cosas que se nos ocurren y su sustitución por las que nos ocurren. Las primeras son dignas de desconfianza y no resultan interesantes. Las segundas tienen un aire de cosa importante, de fenómeno serio, de hecho adulto y responsable. Ante un drama en la corte de Dinamarca, que concluye con un montón de muertos, alguien levanta la ceja: a él no lo engañan, eso no sucedió; en ese momento el de la ceja levantada se vuelve un poco irreal y se afantasma.
He leído ensayos ligeramente amenos y perfectamente superfluos sobre las personas reales, documentadas en la España de los siglos XVI y XVII, que pudieron inspirarle a Miguel de Cervantes los personajes de Don Quijote y Sancho. Sin poder evitarlo, pregunto, sin querer sonar insolente: ¿qué me importa?