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Nunca olvido los libros de Elias Canetti (1905-1994) pero rara vez los abro para releerlos. Esta confesión y la actitud de la que nace han debido ser profundamente revisadas a raíz de mi experiencia lectora de las últimas semanas: el recorrido ferviente por las 1,000 y pico de páginas de sus memorias.
Búlgaro de lengua alemana, Elias Canetti vivió una vida enormemente rica y variada. Tomás Eloy Martínez escribió que en él todo era desmesurado, en especial su trayecto vital, marcado por la multiplicidad de las lenguas y las mudanzas interminables.
La simpatía que despierta el escritor en formación, tal y como va dibujando su autorretrato en los primeros volúmenes de la obra, entra en crisis ante las páginas del cuarto tomo, publicado póstumamente de acuerdo con una interpretación conjetural de la voluntad del escritor: “él hubiera querido que este libro existiera”. Nada menos seguro; pero los editores se lanzaron a darlo a conocer. No estoy convencido de que hicieron bien, y no nada más por esa crisis de simpatía, sino porque Canetti no pudo editar tales páginas y uno duda de que muchas de ellas realmente lo dejaran satisfecho.
Los tres primeros libros de las memorias mantienen una tensión constante alrededor de una figura: la de la madre de Canetti, compleja y arrebatada. Joven viuda con pretensiones intelectuales, proyecta su sombra sobre las experiencias de su hijo con una intensidad cegadora. Canetti la ama y al mismo tiempo lucha por liberarse de su tierna opresión. Al fin lo logra: ya es un escritor, es decir, en su visión personal, un hombre autónomo.
En el cuarto volumen, dedicado a la vida de Canetti en Inglaterra, el personaje principalísimo es él mismo, y la escritura lo resiente. El necesario egocentrismo de unas memorias o de una autobiografía está mitigado en los primeros libros por la presencia materna; no hay nada semejante en el último: la aspereza de los retratos, la soberbia sin disimulo, la facilidad y rapidez para juzgar sin atenuantes, el altivo resentimiento que nunca se explica, hablan de un hombre que se considera superior.
Nadie puede saberlo, desde luego, pero sospecho que Canetti habría castigado severamente o, de plano, suprimido muchos capitulillos.
Uno de los temas que me fascinó en mi lectura fue el del judeo-español o ladino, lengua primera de Canetti. Personas a quienes admiro y quiero, como el crítico Jacobo Sefamí y la poeta Myriam Moscona, se han ocupado de esta herencia cultural. Una de mis canciones favoritas está cantada en ladino: “La prima vez”, que escuché en la película de Wim Wenderes sobre Pina Bausch. Canetti habla con elocuencia de ese idioma y de todo lo que lo rodea.
Leí estos libros canettianos porque pude, por fin, completar la cuádruple colección.
No quise hacer antes una lectura “parcial”. Manía de lector, se dirá. De acuerdo, pero se me concederá al menos que se trata de una manía inofensiva.