El de Umberto Eco era y es, para nosotros, un household name, feliz fórmula de la lengua inglesa que en mi casa, precisamente, preferimos entender en sentido literal. El significado común resulta soso: celebridad, persona famosa; pero si en esa expresión tomamos en cuenta la parte donde leemos house, resulta que hay escritores que son famosos dentro de nuestro hogar, al margen de qu|e lo sean más allá, en el dominio público, entre la copiosa “casta de los leyentes”, como dice Diego Torres Villarroel.

Umberto Eco era (y es, seguirá siendo) “famoso en nuestra casa”. Lo era al punto de que hablábamos de él y de sus libros como si lo conociéramos personalmente, sin la impudicia que a menudo escucho en ciertas bocas confianzudas: al hablar de un famoso, algunos amigos y conocidos utilizan el nombre de pila, por diversas razones. Un puñado de ellos conocieron y trataron personalmente a esas celebridades, y esos están a salvo de la acusación: vaya y pase. Pero otros lo hacen por adornarse, ni más ni menos, o por una inexplicable familiaridad, que nada justifica. Así, algunas conversaciones resultan esmaltadas de menciones a “Gabriel” (García Márquez), o mejor aun a Gabo; a “Octavio” (Paz); y, en casos extremos, me ha tocado oír anécdotas sobre “Marcel” (Proust), “James” (Joyce) y “Franz” (Kafka), ese trío de “grandes desconocidos”. Jamás se oirá que en mi casa digamos “Umberto”, válgame el dios Mercurio: siempre será “Eco”, pues sospecho que nos divierte no poco pensar en la ninfa transformada en ese repetitivo fenómeno acústico que le dio su apellido al rotundo semiólogo y novelista italiano. Quizá diremos en nuestras conversaciones “Eco-Eco-Eco…”, pero eso hay que ponerlo en la cuenta de un sentido del humor levemente infantil.

Hace muchos meses medio critiqué a Eco por ignorar a Francisco de Quevedo, consciente de que él me ignoraba tanto, y tan minuciosamente, que nunca se enteraría. Hice constar, al hacerlo, mi admiración por sus libros y, en especial, en aquel momento, por su novela titulada El cementerio de Praga. Pero los demás libros de Eco, aun los más teóricos, me han interesado; estoy seguro de no haberlos leído todos, desde luego, pero también de que he recorrido con apasionado interés las páginas de muchos. Ahora que ha muerto procuraré, melancólico homenaje, siquiera asomarme a los que desconozco.

Eco fue una de las últimas encarnaciones de ese arquetipo secular: el intelectual, es decir, el hombre vastamente instruido que participa, activa, y lúcidamente, en el debate público. Algunas discusiones en las que participó eran muy italianas, por decirlo de un modo pobre y veraz, al mismo tiempo; su polémica con el gran Pietro Citati —otro household name— poco me interesó: no acabé de entenderla y no me hacía gracia ver pelearse a dos escritores tan admirados.

Es hora de leer a Umberto Eco. Siempre es buena hora para leer a los escritores que amamos.

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