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Hay un montón de cosas que el país necesita con urgencia. No hace falta enlistarlas, desde luego: todos los mexicanos sabemos cuáles son. Pero hay unas cuantas que no son tan obvias. Una de ellas está cifrada en la frase que encabeza estos renglones: eruditos con chispa.
Siempre me ha llamado la atención el asombro y admiración que despierta, en la buena gente, alguien que sabe mucho. Es posible que me equivoque, pero sospecho que saber mucho no tiene tanto mérito como parece; nada más recordemos a los aplicaditos del salón, a los “macheteros”, a veces insufribles, que todos hemos conocido en la escuela. Los llamábamos “mataditos”, porque “se mataban a estudiar”: sabedores de muchas cosas, ostentosos y antipáticos con sus calificaciones perfectas, son el contraejemplo de lo que quiero decir aquí: esos adolescentes se convierten, ya adultos, en “eruditos sin chispa”, malos profesores, investigadores estériles o repetitivos, a veces aun funcionarios públicos, quizás en el sector gubernamental que se ocupa de la educación.
Estoy seguro de que a más de cuatro lo de “eruditos con chispa” les parecerá una frivolidad, si no es que directamente una bobada. Si así es, aquí mismo pueden dejar de leer esta esforzada columna.
Saber mucho: ¿cómo se consigue? Muy sencillo: quemándose las pestañas en la lectura de libros, enciclopedias, diccionarios. No tiene gran interés; el saber adquirido en tal manera es resultado del tosco esfuerzo de persistir, con obcecación, en una sola tarea: leer, pero entendida no como un placer sino como una obligación y una autoimposición. No quiero decir en absoluto que la disciplina no tenga valor; quiero decir que el saber que vale la pena no es la sosa consecuencia de la machaconería lectora.
Famosamente, el miopísimo Aldous Huxley leyó a lo largo de su vida, ¡dos veces!, la enciclopedia Británica. Borges fue más sensato: la hojeaba, como se hojea una buena antología poética. Huxley tenía chispa pero no como erudito, sino como novelista; Borges tenía una chispa que la verdad parecía un sol —también solía ser muy necio, muy arbitrario, pero eso rebasa el tema de hoy.
He conocido eruditos con chispa, es decir: con gracia, capaces de escribir con conocimiento de causa pero a la vez con soltura y naturalidad, en tonos conversados y afables, invitadores al diálogo y a la reflexión.
Asimismo he observado que unos cuantos de ellos suelen cubrir con gallardía dos terrenos conectados pero disímiles: el de su especialidad y el de la divulgación del conocimiento. Entienden algo que sus hermanos bizarros, los sabihondos desabridos, nunca aceptarán: para que tenga sentido, un sentido vital y fecundo, el conocimiento debe compartirse.
Creo que un sabio admirable —el espejo de los “eruditos con chispa”— era el Doctor Johnson. Se los diré con toda certeza cuando concluya, un día de estos, el librote de Boswell, su evangelista (Borges dixit).