Pablo Neruda admiraba a Francisco de Quevedo y lo consideraba su maestro en poesía. También, curiosamente, le daba crédito en otras esferas: “Quevedo es el enemigo viviente del linaje gubernamental”, afirmó Neruda en 1942.

Es difícil entender a qué se refiere esa afirmación, pues Quevedo nació y creció en la corte de los Austria, sirvió a varios reyes como diplomático y negociador, fue un defensor a ultranza del sistema político e ideológico de España en el siglo XVII. Nunca se ha sabido la causa de su “prisión última”, como la llamaba su amigo, editor y confidente González de Salas; pero es posible que le hubiera dado la espalda a su rey para servir a otro “linaje gubernamental”.

La fama de Quevedo como disidente y rebelde se debe a un poema espectacularmente mal leído: la “Epístola satírica y censoria”, dirigida al conde-duque de Olivares, poema que comienza con versos en que declara Quevedo que no lo callarán aunque se lo ordenen o lo amenacen. Suena valiente, retador, ¿verdad? Pero no lo es: es un poema sometido al gobierno monárquico: un alegato en tercetos por la vuelta a los usos antiguos, una defensa radical del tradicionalismo, una perorata en favor de la España profunda, castiza, imperialista, caballeresca. Es una declaración de amor por el “linaje gubernamental”; un ruego para que España sea más conservadora, más católica, más oscurantista, más militarista.

Y sin embargo... Neruda coincidía con Jorge Luis Borges en la común veneración a Walt Whitman; ambos fueron quevedófilos. Creo que esto, tan absolutamente esencial, se deja en el olvido para hablar por enésima vez de Stalin, de Pinochet, de la izquierda y de la derecha, de los “indispensables contextos”.

La destreza verbal de Quevedo y la energía whitmaniana no se parecen; o mejor dicho: se parecen en su influencia sobre esos dos poetas latinoamericanos, el chileno Neruda y el argentino Borges.

La política importa. ¿Y las formas poéticas…? ¿La dureza broncínea de los tercetos quevedescos de la “Epístola”, que podemos leer con enorme provecho, siempre y cuando mantengamos su contenido en perspectiva? Lo mismo puede decirse de tantos versos de Neruda o de Borges mismo.

Estamos obsesionados con la postura política y moral de los autores. El precio que pagamos por esa obsesión es el olvido de los textos, cosa que no parece importarles a muchos críticos e historiadores. A mí me parece un precio altísimo, intolerable.

Quevedo era un “fanático reaccionario”: así lo llama una de las mejores mentes críticas de España. Lo leemos aún, cómo no: el tiempo lo ha absuelto, no tan extrañamente. Como Yeats, como Kipling, como Claudel, que fueron perdonados por el tiempo: escribían bien —así lo dice, en versos puntuales y conmovedores, W. H. Auden. Algo semejante puede afirmarse de Francisco de Quevedo. De Neruda, de Borges. Deberíamos revisar seriamente los valores que determinan los juicios literarios.

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