La ciencia moderna ha demostrado con contundencia que el poder económico en el mercado capitalista descansa de manera principal en las preferencias o elecciones que determinan el conjunto de consumidores. Esta realidad es cierta incluso para la producción, trasiego y comercialización de drogas y enervantes.
Justamente por esa sencilla razón tanto el Plan Mérida, que presupone la certificación estadounidense, como el Plan Colombia, que conlleva la injerencia militar permanente, han significado –en los hechos– un rotundo fracaso para combatir de forma eficaz a la criminalidad organizada trasnacional.
Efectivamente, la imposición en la región de ambos programas por Washington, no ha supuesto ni la disminución en el consumo de estupefacientes por el pueblo norteamericano, ni –tampoco– la desarticulación de las redes de distribución y el desmantelamiento de las estructuras financieras de la delincuencia organizada.
De este modo, la lucha sin cuartel de México y de los países aliados no consumidores, se puede calificar como verdaderamente infructuosa, precisamente en la medida en que la fuerza operativa, el poder corruptor e incluso la superioridad armamentística de ese tipo de criminalidad han resultado prácticamente indemnes.
Así, en la próxima visita del secretario de Estado norteamericano Rex Tillerson a nuestro país, debería aprovecharse para reiterarle con contundencia, que no son nuestras Instituciones Armadas las que están fracasando, además de los altos costos humanos y las claras limitaciones técnicas de toda nueva iniciativa cuyo principal componente sea el uso de la fuerza en su vertiente armada o de seguridad.
Lo que México debería hacer, siempre dentro de un marco de absoluto respeto a su soberanía, es incorporar una auténtica estrategia integral que atienda de manera preponderante a sus propios intereses nacionales y que se ajuste mayormente a los parámetros internacionales que se han adoptado contra la criminalidad organizada.
Concretamente, debemos pasar de un modelo reactivo basado en la persecución y choque, a uno planificado que se sustente en la investigación y el enjuiciamiento, que permita capturar a líderes y brazos criminales, pero que también combata a la corrupción e impunidad que generan, además de menguar sus estructuras y patrimonio.
Se trata de una propuesta nacional en materia de combate a la delincuencia organizada y justicia penal, con visión sistémica, de carácter eficaz y sobre todo respetuosa de los derechos humanos tanto de la víctima u ofendido como del indiciado, que desarrolle objetivos, metas, estratégicas y acciones a partir de las medidas de alto impacto siguientes:
El establecimiento de grupos ad hoc, con fiscales y policías científicos interdisciplinarios expertos en las llamadas “técnicas especiales” para la investigación y combate al crimen organizado trasnacional, como la intervención de comunicaciones, en la infiltración y uso de testigos arrepentidos, y en lavado de dinero.
Reconocer la problemática social y económica mediante la Incorporación de esquemas jurídicos para la neutralización y reincorporación social de miembros de la delincuencia organizada, de tal manera que la figura del testigo colaborador o arrepentido se convierta en una genuina medida de reconciliación social.
La creación de la Oficina Nacional para Combatir el Tráfico de Drogas y la Delincuencia Organizada, como la institución mexicana que cohesionaría las políticas públicas en la materia y que articularía los esfuerzos aislados que hoy llevan a cabo varias dependencias federales, estatales y municipales.
Y, finalmente, la creación de juzgados de control especializados que cuenten con la formación y capacidad que exige estar a la altura de los enormes desafíos que supone entender cómo funcionan las organizaciones criminales trasnacionales, que se constituyen por medio de complejas redes e intereses.
Sin duda esas medidas ayudarían a esclarecer y resolver los homicidios cometidos por el crimen organizado; combatir la corrupción, impunidad y lavado de dinero; decomisar efectivamente bienes y activos ilícitos; y, cooperar administrativa y judicialmente en el campo internacional para obtener información y procesar causas.
Todo ello permitiría diferenciar –de una vez por todas– la seguridad pública, entendida como la prevención, investigación y persecución ordinaria del delito, de la seguridad interior, relativa a la amenaza extraordinaria que implica el crimen organizado, exactamente cuando sobrepasa la capacidad de reacción y contención de nuestras instituciones federales y locales.
En síntesis, la delincuencia organizada dentro o fuera de Norteamérica, debe combatirse a través de múltiples frentes y no solamente mediante el enfrentamiento con grupos armados y en suelo mexicano, tal como lo ha anunciado de manera unilateral y descontextualizada el presidente Trump. Ninguna otra fórmula terminará con ese flagelo.
Consejero de la Judicatura Federal de 2009 a 2014