A lo largo de la historia de la humanidad, la desconfianza, el miedo y la violencia han sido reiteradamente el oscuro cemento para crear sistemas y leyes penales que son propias de gobiernos autoritarios, despóticos y fascistas.

Lamentablemente, el modelo lockeano no siempre ha ganado la batalla al hobbesiano. Mientras el primero apela a la cooperación racional y a la libre asociación entre hombres y naciones, al segundo lo mueve la avaricia, la inseguridad y el odio.

En el siglo XXI, la riqueza, el capital y el mercado, para su óptima generación, funcionamiento y desarrollo, requieren de la armonía, estabilidad y certeza que propician las acciones humanas que tienen lugar en un marco de libertad, de orden y de confianza.

Precisamente por esa razón fundamental, la globalización financiera, comercial y jurídica que diseñó e impulso el Consenso de Washington para las Américas, ha venido abogando desde la década de los 90, por la estandarización y la homologación de principios, reglas y criterios que se consideran favorables para el crecimiento de los pueblos.

Indudablemente ese esquema de unificación normativa ha permitido, sobre todo a través de los tratados de libre comercio y luego por medio de la modernización de las leyes nacionales, la integración de exitosos mercados regionales, como el norteamericano, del que orgullosamente formamos parte.

En la edificación de esa portentosa vía jurídica común regional y cuya aspiración postrera es la conformación de un mercado, de un Derecho y de una ciudadanía auténticamente globales, que sirvan a los mejores intereses de la humanidad, el Derecho Penal no ha sido la excepción ni ha quedado exento, en su calidad de ultima ratio jurídica.

Ejemplo de ello ha sido la incorporación del nuevo sistema jurídico penal mexicano. Su reciente establecimiento en los ámbitos federal y local, además de aspirar a satisfacer el sentido reclamo de justicia en la materia, también ha buscado posicionar al país en la modernidad que únicamente se funda en el irrestricto respeto a los derechos humanos.

Se trata de una de las modificaciones más importantes que ha sufrido el sistema jurídico mexicano desde su creación, y, para cuya adecuada implementación, tanto el gobierno federal como las entidades federativas, actualmente realizan una labor encomiable, que comienza a rendir sus frutos. En este sentido, México se encuentra en el camino correcto.

No obstante, de manera inesperada y asombrosa, ese enorme acierto por parte de nuestro Poder Constituyente puede encontrarse —bien pronto— frente al muro de la amenaza, del chantaje y de la ignorancia que ha sido profesada por el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, cuya postura y soflama ordinarias son evidentemente preocupantes.

Además de respaldar acérrimamente al proteccionismo comercial, de cumplirse varias de sus promesas de campaña, tristemente éstas no solamente se traducirán en el soliloquio político y en la imposición internacional, sino también en un desastre regional en materia de derechos humanos, con especial incidencia en el rubro penal.

Es decir, mientras que México lucha por establecer un Derecho Penal de vanguardia, que garantice íntegramente los derechos de la víctima y del ofendido, pero sin menoscabo de los del inculpado, paradójicamente Trump promete a su electorado —en plena era de la globalización— un vetusto sistema jurídico de carácter nacionalista, que incomprensiblemente se funda en el prejuicio racial, en la pobreza social y en el credo religioso.

En aras de lograr su peligroso objetivo, el ya célebre político empresario, azuza de manera irresponsable el injustificado temor de su inerte población hacia todo el prójimo que desconoce e incita —al mismo tiempo y sin prudencia— a la violencia y a la exclusión indiscriminada, exactamente hacia quien considera como su enemigo.

Con independencia de ese alarmante extremismo, nuestras autoridades y nuestros compatriotas, dentro y fuera del país, no deben renunciar nunca a lo que ha sido uno de los más grandes progresos de la humanidad y que curiosamente fue impulsado decididamente por Estados Unidos desde su origen, por medio de sus Enmiendas V y XIV:

El irrenunciable derecho a ser juzgado con base en la verdad, por un tribunal independiente, que únicamente decide con fundamento en una ley penal, que es exactamente igual para todos.

Consejero de la Judicatura Federal de 2009 a 2014

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