México celebró este 17 de octubre una fecha de suma importancia, que nos invita a reflexionar sobre el urgente papel que deben tener las mujeres mexicanas en torno a un derecho fundamental de la democracia: la ciudadanía plena.

Desde la reforma a los artículos 34 y 115, fracción I, constitucionales, que promulgó Adolfo Ruíz Cortines en 1953, se han suscitado indiscutibles avances en sus derechos políticos, pero —lamentablemente— éstos no son suficientes.

La condición política de la mujer es más amplia que votar y ser votada, pues conlleva no sólo la igualdad formal en el ejercicio de esos derechos políticos, sino también la equidad socioeconómica real que la hace posible.

Efectivamente, la ciudadanía integral de la mujer actualmente se traduce en su representación política igualitaria, pero también en estándares de bienestar apropiados que le permitan jugar el rol político que equivale a su alta contribución.

En este sentido, su participación política continúa siendo a todas luces inequitativa, pues usualmente sus derechos humanos, civiles, laborales y políticos, así como su nivel de desarrollo humano, continúan debajo del género opuesto.

Esa inadmisible desigualdad obedece aún a patrones culturales que la sitúan en desventaja familiar y social, de modo que no tiene acceso a recursos económicos suficientes, ni a la capacidad de la acción política que le permita su movilidad.

Dicha precariedad afecta en mayor medida a la mujer indígena. Este lacerante contexto requiere que las autoridades, en los tres órdenes de gobierno, hagan efectiva su verdadera inclusión en la vida política.

Todo esto sin perjuicio del pleno disfrute de sus derechos humanos y sus libertades fundamentales, en un entorno de protección, certeza y seguridad, que la libere al fin de toda violencia, amenaza e intimidación.

No cabe duda que sólo a través del establecimiento de esa fórmula integral, es como se permitirá armonizar su libre determinación, con el ejercicio cabal de sus derechos político-electorales, a fin de alcanzar la plenitud que merece.

Esa visión igualitaria exige la vinculación de su aportación social con su vida pública, así como la incorporación de la perspectiva de género en partidos políticos y en plataformas electorales, por medio de la paridad horizontal y vertical.

No sólo debe garantizarse el equilibrio entre el número de candidatas y candidatos a cargos electivos, sino también que no se asignen a la mujer circunscripciones desventajosas y lugares desfavorables en las listas partidistas.

Especialmente, resulta primordial su participación en los cargos públicos de primer orden, con el propósito de superar —para siempre— el sentido, legítimo e histórico reclamo de déficit democrático, de subrepresentación política y de injusticia social.

La sociedad mexicana no alcanzará a ser auténticamente incluyente mientras subsistan la pobreza, marginación y exclusión política, económica, social, jurídica y cultural que atenta contra niñas, mujeres y mujeres de la tercera edad.

Tenemos todos, por igual, la responsabilidad compartida de respetar sus derechos fundamentales, de promover su representatividad política, de fomentar su desarrollo económico y de preservar su invaluable talento para la vida nacional.

El Comité de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer ha declarado con enorme acierto, sensibilidad y oportunidad al respecto:

No puede llamarse democrática la sociedad en la que la mujer está excluida de la vida pública... El concepto de democracia tiene significación real y dinámica... sólo cuando hombres y mujeres comparten la adopción de decisiones políticas y cuando los intereses de ambos se tienen en cuenta por igual (2009).

Consejero de la Judicatura Federal de 2009 a 2014

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