Pier Paolo Pasolini (1922–1975) fue el único poeta marxista del siglo XX. Poeta marxista en el sentido en que llamamos “poetas católicos” a Paul Claudel, a Francis Jammes, a Francisco Luis Bernárdez o a Carlos Pellicer, los cuatro a su manera católicos, sin necesidad, por conformidad con el dogma, por devoción evangélica o por alegría franciscana, de pelearse con su iglesia. En cambio, este poeta marxista vivió en conflicto con esas santas escrituras (las de Marx y desde luego las de Antonio Gramsci) pero nunca las abandonó. Si las misas católicas preconciliares eran incomprensibles para el agnóstico y para no pocos fieles, con ese cura dándole la espalda a su feligresía y haciendo uso del latín como lo vemos en la propia película Mamma Roma, de Pasolini, sin el marxismo (y la política comunista), es difícil entender su poesía. Fue célebre el poema–panfleto con el cual se burló de los estudiantes del 68, a quienes acusa de niños ricos, tomando el partido de los policías que los reprimen, verdaderos proletarios en Il PCI ai giovani!! (Appunti in versi per una poesia in prosa seguiti da una ‘apologia’). Poeta comunista, sin duda, pero a la manera de los poetas católicos en conflicto, como se discute que pudo serlo Rimbaud o ejemplarmente Paul Verlaine y otros simbolistas decadentes o el cura mexicano y poeta modernista Alfredo R. Plascencia.

En el principio está la elección lingüística y literaria. Nacido en Bolonia, hijo de una madre véneta, que hablaba ese dialecto en casa, el muy joven Pasolini decide convertirse en apóstol de la lengua circunvecina, la friuliana, en la cual escribe sus primeros poemas, pero no sólo eso, sino que le dedica a ella buena parte de Passione e ideologia. En 1946, Pasolini, ayudado por su padre, contribuye a construir la casa de la Academia de la Lengua Friuliana. Pero como venganza contra su padre Carlos Alberto, “biográficamente fascista” y oficial del ejército de Mussolini, le dedicó sus poemas en friulano, dialecto que el señor, una verdadera pesadilla, detestaba. Empero, el propio Pasolini reconoció que el mérito militar con que Gabriele d’Annunzio había orlado a la poesía, logró la aceptación de su padre para su oficio de poeta.

Uno más de los discípulos de Frédéric Mistral, Premio Nobel en 1904 y poeta provenzal, Pasolini quiso hacer del friulano el provenzal de Italia. Passione e ideologia: curioso título para un libro sobre poesía. Su autor pensaba que la suma de la pasión y de la ideología daba poesía, y poesía y no otra cosa hizo o pretendió hacer el boloñés como cineasta. En primera instancia es fácil ubicar a Pasolini, el primitivo, como uno más de los modernos anti–modernos pero cuando se convierte hacia 1960, pese a lo que decía, en un cineasta de vanguardia, interlocutor de Jean–Luc Godard y director estrella del cine de autor, su antimodernidad queda en entredicho y él hace circo, maroma y teatro para caer de pie.

Passione e ideologia, además de tener como núcleo una docta disertación sobre la “poesía dialectal del Novecientos”, presenta varios problemas. Pasolini viene de la filología italiana, de la estética de Benedetto Croce, y gracias a Gramsci, cuya ambigüedad de crítico marxista en prisión que debe recurrir a la clave y al eufemismo, para no molestar a sus no muy celosos censores, es muy conveniente, heterodoxa en relación al leninismo más por la fuerza de las circunstancias que por voluntad del prisionero. Aun así, identificando lo “nacional–popular” con lo dialectal, desde el principio, el filólogo se presenta defendiendo a los dialectos contra la recién destruida uniformidad fascista, que fue bastante floja e indulgente si le compara con el centralizador laicismo idiomático francés desde el obispo refractario Henri Grégoire hasta los políticos de la III República. Para el crédito de ese régimen más gansteril que concentracionario que fue el fascismo, debe insistirse en su tolerancia artística. Algo le quedó de su matriz futurista y dannunziana. La incomodidad del imberbe Pasolini con la toscanización fascista aparece en sus primeros artículos, publicados todavía bajo Mussolini, cuyo régimen lo mando a un congreso juvenil en la Alemania nazi, una y otra cosa, en 1942.

Esa política idiomática no era del gusto de los comunistas italianos, quienes a la cabeza de la Resistencia victoriosa aspiraban a seguir uniendo al país en torno a la bandera que combinaba el verde, blanco y rojo con la hoz y el martillo, lo cual obliga a Pasolini, sobre todo en su siguiente libro, Empirismo eretico, a acercarse, negándolo, a las teorías de Stalin y Zhadanov sobre la lengua como expresión de una clase, convicción que en Pasolini se va disolviendo en la medida en que lee a Ferdinand de Saussure y al primer Roland Barthes.

1. Fragmento del libro Retrato, personaje y fantasma, de Christopher Domínguez Michael, que Ai Trani presentó ayer en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

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