Christopher Domínguez Michael

Bolaño y el futuro 1

16/11/2016 |01:59
Redacción El Universal
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El espíritu de la ciencia–ficción, terminada en Blanes, en 1984, es una buena novela de juventud de Roberto Bolaño. Una asumida Bildungsroman, como lo fue, desde luego, Los detectives salvajes (1998), de la cual es un probable antecedente, o más bien, de ella pueden extraerse numerosos elementos, de alguna manera iniciáticos y útiles para el estudio del conjunto de su obra. Cualquier otro autor —no Bolaño— hubiese hecho publicar El espíritu de la ciencia–ficción y no le hubiera faltado editor pero el chileno (y mexicano y catalán) tenía un proyecto enorme, lleno de dificultades y pruebas en el cual decidió experimentar, absteniéndose de publicaciones precoces, acaso convencido secretamente del destino clásico de su trabajo.

Estamos desde luego ante un libro muy familiar para el lector avezado de Bolaño. No podía ser otra cosa tratándose de un escritor tan sólidamente profesional, obsesionado por la condición del escritor, sus patologías habituales (Cyril Connolly dixit) y de manera señalada, su propia naturaleza de escritor en formación (no necesariamente joven). Por ello, como Borges y Bioy Casares chismeaban a sus anchas, temas a la vez menudos y graves como los concursos literarios, aun los remotamente provinciales, a Bolaño le llamaban la atención esas aparentes menudencias pues, creía, con Paul Valéry, en los pesos y medidas que rigen el boceto de la literatura, su producción (la palabra es horrible pero no hay otra).

Por ello, los talleres literarios, tan comunes en el México de los años 70 o los concursos literarios, que en la España anterior a 2008 se convirtieron en una gigantomaquia, ocupan a Bolaño desde su juventud y son parte esencial de El espíritu de la ciencia–ficción, como el autorretrato práctico del “artista adolescente”, visto por esa mezcla de solemnidad ante la Literatura como destino y de sentido del humor ante sus convenciones, tan propia de Bolaño. No falta tampoco la iniciación de los personajes de Bolaño como reseñistas en suplementos culturales donde se asoman las personalidades, entonces ya protervas, de escritores del otro exilio, el español de 1939. Todo ello mediante el homenaje seminal —el primero que le leo en la cronología, al menos la pública, de su obra­— a la Ciudad de México, mi antiguo Distrito Federal, que tuvo en Bolaño, quien lo hubiera pensado, a su novelista mayor y casi póstumo.

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Siempre será misterioso para un mexicano qué vio el joven Bolaño en la Ciudad de México, tan maldecida por sus habitantes mediante una suerte de orgullo invertido, y cómo, tal cual se lee en Los detectives salvajes y en 2666, descubrió —al mismo tiempo que nuestros narradores propiamente norteños— el norte de México que hasta los años 80 carecía de personalidad literaria y hoy, por las peores razones —las de la violencia narca— es lo más conocido del país.

Aparece, en El espíritu de la ciencia­–ficción, por primera vez, Alcira Soust Scaffo, la madre de los poetas desamparados, que será protagónica en Los detectives salvajes y en Amuleto (1999) pero en este libro importa más cómo describe Bolaño la lectura grupal de los textos primerizos entre los talleristas, otro rito de iniciación que Bolaño ve con un respeto inédito e inverosímil. Con todo, lo esencial en esta primera novela es otra cosa, decisiva para el proyecto de Bolaño: su noción de futuro invoca a la ciencia–ficción pero no es exactamente esa literatura, en general anglosajona, francesa o soviética, de anticipación científica.

En las cartas que Jan Schrella escribe, en El espíritu de la ciencia–ficción, a sus escritores favoritos de ese género o subgénero (la discusión es ardua) no está una fijación de Bolaño con la juvenilia, es decir, la lectura de iniciación en libros “no del todo serios” antes de abordar a los antiguos clásicos o a los clásicos contemporáneos (yo, si el ejemplo sirve, leí primero a Rulfo, Paz y al Boom y después, no sin la mirada reprobatoria de mi padre por desviacionismo, a H.P. Lovecraft, Isaac Asimov o Arthur C. Clarke). Hay que buscar en otro lado. En la Universidad Desconocida de la cual Bolaño fue el fundador y el único alumno.

La gran aportación de Bolaño a la literatura mundial no fue, desde luego, cerrar el realismo mágico (cerrado estaba desde tiempo atrás), ni volver a clásicos latinoamericanos ignorados, peor para ellos, por la academia anglosajona, como los padres de Borges, un Oliverio Girondo o un Macedonio Fernández, quienes demostraban que nuestra madurez, ignorada a lo lejos, ya tenía sus años, sino variar la noción de futuro en la literatura contemporánea. No fue el único pero en ello Bolaño fue ejemplar y la primera prueba de ello la tenemos en las manos, escrita en Blanes, en 1984, el año de Orwell, acaso no casualmente.

La ciencia–ficción no era para Bolaño, como lo sería para un lector ordinario una mera premonición de viajes espaciales, pla-
netas extraterrestres habitados por alie-
nígenas o colosales adelantos tecnológicos, sino un estado moral, la búsqueda invertida del tiempo perdido y por ello su obra es incomprensible sin la lectura de Ursula K. Le Guin o Philip K. Dick, quienes moralizaron el futuro como una extensión catastrófica del siglo XX. Aquella sería una súper modernidad probablemente nazi–fascista y en El espíritu de la ciencia– ficción reside, es probable, el secreto de 2666. La novela, para Roberto Bolaño, no fue cronológica, sino moral y esa ética sólo puede entenderse, exacta anticipación suya, mediante una suerte de teoría de los juegos,
lo que explica El Tercer Reich, otro libro póstumo. Si el detective, como ya dijeron otros comentaristas antes que ello, es una forma callejera del intelectual, la práctica de los video juegos es un rudimento de la historia universal, una proyección que rompe la linealidad del tiempo. Es El espíritu de la ciencia–ficción.

1. Fragmento del prólogo a El espíritu de la ciencia–ficción, de Roberto Bolaño (Alfaguara, 2016) de muy reciente aparición.