Obediente y disciplinada, la joven escritora Christa Wolf, de la República Democrática Alemana, atendió el llamado moscovita del hoy casi centenario diario Izvestia y se propuso, como algunos otros escritores comunistas, homenajear a Máxim Gorki escribiendo cada 27 de septiembre un reporte de ese día en particular durante el resto de su vida. Gorki, probablemente envenenado por órdenes de Stalin y antiguo cómplice de sus fechorías (y de las de Lenin), fue el primero en incumplir ese propósito que se le ocurrió en 1935, pero Christa Wolf (1929–2011), no. Lo hizo hasta el último año de su vida y el resultado es Mon Nouveau Siècle. Un Jour dans l’anné (2001–2011), donde somos testigos de la vejez y de la decadencia de una de las escritoras alemanas más controvertidas del siglo. Grande, no sé si lo fue.

Le conozco apenas una magnífica Casandra (1983) y Noticias sobre Christa T. (1968), la novela que la dio a conocer en Occidente como la prueba que, del otro lado del muro, también se hacía literatura de vanguardia. Ciertamente, no pude releerla, será por la traducción (a diferencia de la de Casandra, del impecable y luminoso Miguel Sáenz) o por qué la novela, tan confusa y tan autorreferencial como eran entonces las de su tipo, no fue lo suficientemente buena como para sobrevivir a su época. Carlos Barral, su editor al español en 1972, la comparaba, a Wolf, con Juan Benet.

A Christa Wolf, como a la mayoría de los habitantes de la antigua reservación soviética en el este de Alemania, la alcanzó la historia, cuando se abrieron los expedientes de la Stasi, de la cual fue informante, hacia 1962 por lo menos, mientras alguien más la espiaba a ella y así hasta cuadricular de chivatos todo aquel territorio. Pero los propios servicios de inteligencia consignan que como espía de sus vecinos y colegas, Christa W., resultó ser perezosa, banal e inútil, lo cual habla a favor de una mujer que creyó hasta el final en la posibilidad de un socialismo con rostro humano. No ocultaba ella sus frecuentes ataques de “ostalgie”, es decir, de nostalgia por el mundo del Este devorado por su próspero vecino en la reunificación de Alemania, que pocos meses antes de ocurrida, no lo olvidemos, nos parecía cosa a suceder sino hasta el siglo XXIII. Es el tomo anterior (1960–2000) el que narra “su” caída del muro, la primera parte, en otra editorial, de Mon Nouveau Siècle.

Como a Ismaíl Kadaré en la diminuta Albania y tantos otros escritores del entonces llamado Este, Christa Wolf vivió haciendo malabarismos entre ser una escritora semioficial y ser una escritora semidisidente. Gozó de privilegios y sufrió humillaciones: es casi imposible sobrevivir impoluto en un régimen totalitario. Pocos, poquísimos lo logran y es un abuso juzgarlos desde la comodidad intelectual de las democracias. No rompió Christa su carnet del PSUA (como se llamaba allí el vigente partido comunista pues el anterior había sido triturado por Hitler y Stalin) sino meses antes del 9 de noviembre de 1989 y se opuso, como su amigo Günter Grass en el oeste, a la reunificación, temiendo lo ocurrido: la fagocitación del vecino pobre por el rico. “Las libertades burguesas son las libertades de la burguesía”, sostiene esta marxista impenitente más cómoda en el gris igualitarismo de la dictadura que en la colorida desigualdad neoliberal.

Más allá de la política —que obsesionaba a Christa y a su amoroso marido Gerd, atentos todo el día a la radio, a la TV y a toda la prensa alemana— leer Mon Nouveau Siècle es algo triste. Su vejez, la de Christa, como la que nos espera a la mayoría, está llena de achaques, enfermedades graves y hospitalizaciones, desgracias grandes o pequeñas apenas compensadas por la visita irregular de los hijos y de los nietos. Escritora de éxito, sus 27 de septiembre, fecha de la recapitulación anual, abundan en ajustes de agenda propios de su celebridad: invitaciones, giras (al final rechazadas por motivos de salud) y coqueterías, como la sufrida por esta vieja dama de las letras alemanas, quien detestaba las peticiones de autógrafo (a firmar en su domicilio) de sus abundantes admiradores.

Como es natural, el 11 de septiembre de 2001, le hizo pensar en 1939 o en 1945 y dedicó su tiempo libre de anciana a los esfuerzos por reinjertar, con escaso éxito, a pequeñas comunidades judías en Alemania. “Los judíos nunca volverán a querer vivir con nosotros”, lamenta la vieja Christa ante lo irreparable. El resto de su anuario lo dedica a odiar a Bush II, a exigir el perdón y el olvido para acabar de cerrar la herida alemana, a festejar las victorias electorales de los socialdemócratas y de los excomunistas aquí y allá, a repasar la historia de la construcción del muro de Berlín en 1961.

Christa Wolf no estaba ya en su piel ni en su siglo. Sus largas convalecencias hospitalarias eran curas de silencio que la desconectaban del tiempo, preparándola para morir, según confiesa. Sólo la relectura de La montaña mágica, de Thomas Mann, publicada casi un siglo antes de su muerte, le traía consuelo. Como retrato de vejez, Mon Nouveau Siècle (Seuil, 2013) demuestra que no a todos los viejos les viene bien sobrevivir, aun cuando lo hagan con dignidad. Las últimas noticias de Christa W. narran la vida de un extraterrestre no muy interesado en su nuevo y pasajero planeta.

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