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Tras alejarme del Quijote, como lo manda Ortega y Gasset, me acerco a la manera de Unamuno, a la novela, al texto propiamente dicho. Mis conclusiones distarán, con mucho, de la originalidad. Me basta con una de las consecuencias de la broma de Borges con Pierre Menard, autor del Quijote, genialidad cómica tan digna de Cervantes que legiones de gramatólogos y deconstruccionistas se la han tomado tan en serio, llenándose las alforjas de créditos y dineros universitarios, que para eso están. La ventura del Quijote en los tiempos modernos, pasadas las tercianas unamunescas, se debe a la concordancia de la noción de autor en Cervantes y la imperante en el siglo XX y aun ahora.
Es cómico que se hable de “hibridez” o “autoficción” como novedades rotundas y post–literarias (eufemismo que sustituye a la ya antañona postmodernidad) cuando el Quijote, publicada hace cuatro siglos, es un relato en prosa, para no decir novela, cuyo autor, Miguel de Cervantes, se presume autoreferencial, declarándose contrario a la nefasta tradición de las novelas de caballería y procediendo en consecuencia, irónico como se supone que sólo lo somos nosotros. Y por aquello de Walter Benjamin, la reproducción mecánica de las obras de arte o, después, la muerte del autor, la desaparición del plagio, las necroescrituras y el copy paste como nuevo sistema de las artes aspirante a sustituir al vetusto de Alain, Cervantes declara ser sólo el traductor de un original árabe del historiador Cid Hamet Benengali, lo cual dejará contenta la progresía. ¡El Quijote multicultural! ¡Alá es grande y Edward Said también!
Y aun más: tenemos un Cervantes del que sabemos poco para escarnio de los biógrafos, esos falsarios del texto a favor de la persona que para Ulises y para los franceses es nadie, quien se toma 10 años en publicar la segunda parte de su libro pues éste ha sido “concluido” por un imitador llamado Alonso Fernández de Avellaneda, quien seguramente pescó la primera parte en la red y milita en el partido pirata en Oslo aunque su identidad nos sea convenientemente desconocida. Un Quijote intervenido y engordado. En efecto.
No hay tema de la “teoría literaria” de la segunda mitad del siglo XX que no pueda explicarse desde el Quijote, lo cual prueba o el universalismo atemporal de la novela o el necio particularismo de los teoréticos, quienes han confundido sistemáticamente la novedad con la tradición. Usemos el pasado como lo usan ellos y pongámoslo en clave conservadora: la deconstrucción, los estudios coloniales y la hibridez de los géneros ya estaban sobre la mesa desde los tiempos en los cuales Cervantes escribía el Quijote. Sólo nos faltaba que llegaran ellos para ponernos la instalación.
Fuera de broma, aunque bromistas fueran lo mismo Cervantes que Borges, se me ocurre soñar con escribir una segunda parte de La idea de la fama en la Edad Media castellana (1952), de María Rosa Lida de Malkiel, extendiéndola hasta donde la celebrada filóloga se detuvo, precisamente antes de la aparición cervantiana. Ello conllevaría ciertos asuntos a discutir con la profesora, aun desde ultratumba: ¿habrá durado la Edad Media un poco más como para incluir al Quijote como su corte de caja o la idea de la fama, ya no ultraterrena ni caballeresca, llegó a su autocrítica suprema en el Renacimiento, con la segunda parte del Quijote?
En mi edición, la de Francisco Rico, he señalado las numerosas citas autorreferenciales de Cervantes o del árabe desconocido, donde celebra o hace mofa de su propia fama, discutiendo la primera parte en el pórtico de la segunda al estilo de “Y los que más se han dado a su lectura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halle un Don Quijote” (p. 653), o de “infinitos son los que han gustado de tal historia; y algunos han puesto falta y dolo en la memoria del autor” (p. 655) como se gloria el narrador, de la misma manera en que se deja caer al suelo al poner en boca de Sansón que nunca segundas partes fueran buenas, “de las cosas de don Quijote bastan las escritas” o “vengan más quijotadas” en la página 658; el dilema entre las letras y las armas que hoy podría ser el que separó a la teoría de la literatura aparece en la página 676.
Todos, en fin, concluye y recontra concluye Cervantes, aspiran a la perra fama, “aunque las propias alabanzas” envilezcan, todos peleaban y peleamos la batalla de los antiguos contra los modernos, sabiendo solamente que hay archivo y biblioteca (memoria histórica) para todos, como se lee en la página 770 del Quijote. Seguimos ignorando si sólo vemos más lejos porque, niños, nos llevan sobre sus hombros los gigantes como Cervantes o sí el tullido de Lepanto. Que no manco, procreó una criatura que la caballería andante de la literatura hizo crecer y crecer mucho más allá de su diseño original, como lo creyó Nabokov. Humildes no fueron ni Cervantes ni don Quijote, como se ve en las páginas 773 a la 779, cuando se aquilata el valor de don Lorenzo, joven poeta. Famoso personaje era ya Don Quijote por donde se paseara, según constata Sancho en la página 889 pues “¿Por ventura es asumpto vano o es tiempo malgastado el que se gasta en viajar por el mundo, no buscando regalos dél, sino las asperezas por las que los buenos suban al asiento de la inmortalidad?”
Según entiendo, Miguel de Cervantes aspiraba al perro canon y allí sigue. Somos nosotros quienes nos movemos a su alrededor, pues como decía Ortega y Gasset, la “incapacidad de mantener vivo el pasado es el rasgo verdaderamente reaccionario”.