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No sé si en 1981 fui el primero en reseñar Las redes imaginarias del poder político, de Roger Bartra pero aquélla fue la primera reseña que yo publiqué. Han pasado casi treinta y cinco años y hoy Bartra (1942) es el gran humanista mexicano quien al fin recibe el homenaje de una miscelánea crítica. Se trata de Democracia, otredad, melancolía. Roger Bartra ante la crítica (FCE, 2015), coordinado por Mabel Moraña e Ignacio M. Sánchez Prado, pareja que ya había hecho un libro similar sobre Carlos Monsiváis aunque a Bartra no le corrieron la cortesía de una bibliohemerografía. Esta clase de libros son, por fuerza, desiguales y más aun cuando se convoca únicamente a académicos, quienes por desgracia suelen destacar por su mala prosa, detalle un poco más molesto en esta ocasión que en otras, pues una de las características del sujeto de la anatomía (Bartra) es la de ser, también, un ensayista destacado por el brillo y la claridad de su escritura.
La obra del antropólogo Bartra (pues sin esa vocación primera no se entiende nada) se divide, como bien advierten los colaboradores de Democracia, otredad, melancolía en cinco grandes territorios finamente enlazados por redes tanto reales como imaginarias: la política democrática, la identidad del mexicano, el salvajismo en Occidente, la melancolía de los intelectuales y la antropología del cerebro. El primero es el territorio más fácil de examinar, como lo hacen cumplidamente Maarten van Delden y Sánchez Prado, quienes a diferencia de otros colaboradores del libro conocen bien la transición mexicana a la democracia en la cual Bartra fue un intelectual protagónico, como lo fueron, desde otras posiciones, Paz, Monsiváis y Krauze. Su caso, el de Bartra, es el del comunista de obediencia moscovita que a través del eurocomunismo de fines de los años setenta deviene en socialdemócrata. Simbólico regreso a casa, el de Bartra, como el de otros comunistas, a la II Internacional, tras haber comprobado el horror leninista y su desenlace lógico, el estalinismo. Naturalmente, durante la caída del muro de Berlín en 1989, Bartra se sintió huérfano, arrojado por las aguas de la historia a una playa desconocida e inhóspita y llegó a lamentarse por “la muerte de las ideologías”, como lo hizo Paz cuando el Gulag fue documentado en el medio siglo. Uno y otro descubrieron pronto, cada uno a su manera, que lo que se iba muriendo era el bolchevismo, en todas sus variantes.
Bartra estaba muy bien preparado, desde El poder despótico burgués (1979) y Las redes imaginarias del poder político para asumir la paradoja de que la única manera de seguir siendo marxista era dejar de serlo. La despreciada democracia “burguesa” perdió su infamante adjetivo y se convirtió en un fin en sí mismo. Políticamente, Bartra es un anticonservador y detesta el conservadurismo tanto en la derecha (no lo asusta dar una conferencia en la sede del PAN) como en la izquierda mexicana, cuya actual catástrofe pudo haberse evitado de haber imperado sus ideas y no las de la santa alianza entre los leninistas vergonzantes y los priistas arcaicos, imperante hasta la fecha. Ese anticonservadurismo, en un detalle significativamente omitido por Moraña y Sánchez Prado, ha hecho de Bartra, desde el año 2000, un colaborador regular de una revista liberal, Letras Libres, la única casa que le abrió sus puertas a un heterodoxo quien se sigue asumiendo como un hombre de izquierda porque cree que sólo alguna forma democrática de socialismo puede garantizar, al mismo tiempo, la libertad y la justicia.
Como estudioso de la estructura agraria en México y del modo de producción asiático, haciendo, además, práctica de campo, Bartra, el joven arqueólogo (a quien nunca han dejado de fascinar las ruinas), descubrió al campesino, entonces “hijo predilecto del régimen” priista y quedó fascinado (y preocupado) por su arcaísmo lo cual lo llevó a la anatomía de las figuras del mexicano y del salvaje, en La jaula de la melancolía (1987) y en El mito del salvaje, que en 2011 reunió el dístico publicado en los noventa. En el primer libro, Bartra aun no cortaba amarras con el marxismo doctrinario, pues, en última instancia, la alienación del mexicano aparece allí como una reducción a modo practicada por la burguesía para perpetuar su dominación; en el segundo, su obra capital, Bartra demuestra, conceptual e iconológicamente, que el salvaje es una creación angustiosa del europeo, una figura melancólica. Esa melancolía migra, en El duelo de los ángeles (2004), al examen etnográfico de Kant, Weber y Benjamin, juguetonamente practicado por Bartra.
La idea del Estado en Bartra, más allá de Althusser y Gramsci, prefiguraba su noción de exocerebro, como lo apunta, atinado, Sánchez Prado, pues en Las redes imaginarias del poder político, lo estatal proyecta la “libido social reprimida”. Es natural que varios de los colaboradores de Democracia, otredad, melancolía, Moraña sobre todo, coloquen a Bartra, al tú por tú, con varios de los maîtres à penser de nuestro tiempo, los Zizek (ese súper Monsiváis) y los Agamben. Uno de ellos, en el más crítico de los textos, sugiere, modoso, que Bartra por ser alérgico al populismo (convertido por Laclau en una novedad teorética para justificar a los autócratas bolivarianos) se ha desencantado de la buena nueva y es complaciente con el neoliberalismo.
Pero son justamente los defectos que Michael Paul Abeyta le atribuye los que para mí son las cualidades superiores de Bartra: el aristocratismo intelectual (lo compartió con Bolívar Echeverría, preocupado melancólicamente, él sí, por salvar al marxismo del naufragio) y el elitismo democrático, la idea de que sólo el perfeccionamiento de la democracia parlamentaria puede salvar a México de las “novedades” autoritarias. Un México dominado por el populismo de izquierda, reciclando ese cavernícola nacionalismo revolucionario incapaz de reconocerse en nuestra transición democrática, que Bartra ha combatido con encono, significaría el destierro de figuras intelectuales como la suya, un pensador labrado por la música (la del espíritu y la otra), capaz de penetrar (como lo explica José Luis Díaz en el capítulo final de Democracia, otredad, melancolía) en un territorio prohibido y reunirse con los neurólogos para examinar el exocerebro, la prótesis que hace de nuestro mundo, una civilización. Roger Bartra, un pensador mexicano, puede ofrecerle al mundo, resumiendo su obra en una sola frase, la hipótesis deslumbrante y monista, localizada por Moraña: la otredad no existe.