En la actual confluencia entre el pasado y el futuro de la nación mexicana, mirando por el retrovisor de la historia, hasta remontarnos casi cien años, cuando fue aprobada nuestra Constitución, y observando por el parabrisas del porvenir nuestro horizonte, se advierte con nitidez que, si acaso nuestro sistema jurídico y político priorizó en el pasado la estabilidad del régimen, dotando de capacidades y poder al gobernante, el actual estado de cosas obliga a que desde ahora, y sobre todo en el futuro, el poder deba servir al gobernado, ampliar las capacidades del ciudadano y ubicarlo en el centro de atención y de interés de todos los asuntos públicos. La recordación del centenario de la aprobación del texto fundamental de 1917 es ocasión propicia para pugnar por un sistema jurídico y político que recoja los valores del Estado liberal, al tiempo que acoja las demandas y condiciones de la sociedad contemporánea; de suerte que precise y limite la acción del Estado y expanda el poder de la gente; en pocas palabras: un constitucionalismo democrático y ciudadano.

Si bien en México ya contamos con la mayoría de los elementos de dicho modelo constitucional, como la vigencia de una Constitución aprobada por asambleas plurales, considerada norma suprema, que legitima al poder estatal y lo somete a la soberanía popular; separación de poderes; instituciones y reglas de acceso democrático al poder (voto secreto y libre, partidos políticos, regla de mayoría, garantía de representatividad de las minorías); un amplio catálogo de derechos fundamentales explícitos o contenidos a través de principios susceptibles de interpretación; ciertamente, es preciso ahondar en otros, como la creación y correcta operación de tribunales especializados en el control y garantía constitucionales; perfeccionar el régimen de transparencia y rendición de cuentas para someter al escrutinio público las actividades y resultados de los distintos poderes, y garantizar que el Estado mexicano se rija por el principio de máxima publicidad; y fortalecer el llamado control de convencionalidad que certifique el apego de las leyes y actos de las autoridades a los tratados internacionales que velen por los derechos humanos.

Los tiempos demandan no sólo el acceso al poder por la vía democrática de las elecciones, sino el ejercicio democrático del gobierno, lo cual significa dar prioridad al interés general de la sociedad, servir con eficacia a la gente, someter a las autoridades al escrutinio de la sociedad para asegurar su honestidad y fortalecer el tejido social a partir del valor de la confianza, impulsar el crecimiento económico, acompañado de la expansión y redistribución progresiva del ingreso; extender vertical y horizontalmente el mercado interno; y buscar una mayor igualdad social.

No tenemos duda de que en el constitucionalismo democrático y ciudadano que buscamos, el ciudadano, amén de ser “la medida de todas las cosas”, debe ser el principio y fin de toda acción pública y, de esa suerte, si durante el siglo XX el régimen se ocupó centralmente de la estabilidad del sistema, en el siglo XXI debe garantizar los derechos de los ciudadanos, que se expanden, en la medida que se ejercen.

Ése ha sido el espíritu del gobierno y, subrayadamente, de las reformas transformadoras impulsadas por el presidente Enrique Peña Nieto, quien no ha dudado en fortalecer los derechos ciudadanos, incluso cediendo capacidades gubernamentales; y de ese modo, distribuyendo el poder, está fortaleciendo al Estado en su conjunto; para que las autoridades sean fuertes, mas no omnipotentes, y los ciudadanos no sólo sean poderosos, sino responsables.

Coordinador del PRI en la Cámara de Diputados.

@CCQ_PRI

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