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Detrás de cualquier Constitución se aloja un principio de esperanza que se manifiesta en la expectativa de que un nuevo orden constitucional traerá consigo transformaciones inmediatas que habrán de impactar positivamente en la vida cotidiana de las personas.
Después de una centuria de vigencia de la Carta de Querétaro, se desvelan ante nuestros ojos al menos tres dilemas frente a los que el orden constitucional se ha quedado inerte, con un inmovilismo al que le ha costado atajar el distanciamiento entre el dictado de las normas y lo que en la realidad ocurre, y que ha batallado, a veces sin éxito, para eliminar los obstáculos que impiden la efectiva realización de sus postulados esenciales.
La Revolución Mexicana supuso la sustitución de las élites políticas precedentes y posicionó a la revolucionaria como el eje articulador del nuevo orden político, con la fuerza para promulgar la nueva Constitución y para controlar enseguida, y por más de 70 años, la dinámica de su contenido. La Constitución vio la luz impulsada por una fuerza dominante, y su dictado normativo fue resultado del desplazamiento o, en el extremo, del sometimiento de unos grupos por otros desde la perspectiva vencedor/vencido. El sentido de exclusión y la erosión de la legitimidad del texto tardaron mucho tiempo en reconocerse y en comenzar a reconstruirse. Inició en 1988 cuando por vez primera el PRI perdió la mayoría calificada en la Cámara de Diputados.
Concebir a la Carta Magna como la concreción de un acuerdo fundamental entre fuerzas sociales, un compromiso en el que caben distintas ideologías y proyectos políticos, un marco para la convivencia común de las personas, con independencia de sus creencias y convicciones, todo ello coronado por un sólido pacto de sujeción a sus postulados compartido por los poderes públicos y los ciudadanos, constituye hoy uno de los grandes pendientes del entramado constitucional. De no corregirse pronto, se seguirá fomentando el desapego de distintas fuerzas y partidos políticos a las normas e instituciones en él alojadas, como reacción al no haber sido convocados a la construcción de dichos acuerdos y sentirse marginados del consenso constitucional que les subyace.
En segundo lugar, la Constitución Mexicana fue pionera en configurar con nitidez un modelo de sociedad a construir, a partir de su condición de norma directiva volcada a orientar a todos los poderes públicos a la realización del programa constitucional de bienestar común, dignidad humana y justicia social. No obstante, si lo que se pretendía hace 100 años era remover el status quo imperante, es evidente que la estructura de las instituciones requería múltiples ajustes para cumplir a cabalidad con la labor encomendada. Una nueva inercia tardó demasiado en reconocer que las metas sociales imponían que el Estado interfiriera en la economía y el mercado, removiera los obstáculos para el ejercicio efectivo de los derechos y libertades, contuviera el avance prepotente de los poderes privados, y que se convirtiera en el principal promotor de la prosperidad y el bienestar a través de políticas públicas, decisiones legislativas y resoluciones judiciales orientadas a cristalizar el proyecto social. El ajuste institucional fue adaptándose de modo coyuntural a partir de los años 70, sin que hasta el momento el gobierno de México, el federal y los estatales, hayan logrado satisfacer las exigencias de salud, educación, seguridad pública, vivienda, trabajo, seguridad social, ni la más elemental expectativa de igualdad y bienestar común, al ser incapaces de redistribuir razonablemente la riqueza, abatir la pobreza y la marginación; y sin que en ese lapso los partidos políticos se hayan responsabililizado de su falta de legitimidad, de su incapacidad para hacerse portadores de los intereses sociales y, sobre todo, de la deficiente calidad de sus gobiernos y sus nulos resultados.
Finalmente, por las condiciones en las que surgió, la Constitución representó un gran compromiso político. No nació, en consecuencia, con la pretensión de imponerse normativamente. El respeto a su contenido no era producto de la existencia de remedios jurídicos, sino del soporte político con que contaba dentro de la familia revolucionaria. El orden constitucional demoró en reaccionar, en alejarse de las ataduras que lo mantenían sometido a una sola visión política y en incorporar mecanismos para recobrar su fuerza normativa e imponer, sin reticencias, sus efectos jurídicos. Fue hasta mediados de la década de los 90, en el momento en que a la Suprema Corte se le confieren atribuciones de garante último del texto constitucional, cuando inicia la escalada por mantener incontestada su supremacía y revigorizar la fuerza transformadora de la realidad a partir de la plena vigencia de sus postulados.
Es evidente que a 100 años de distancia nos encontramos frente a inexplicables dilaciones constitucionales producto del inmovilismo, analfabetismo y de la carencia de responsabilidad política de la clase gobernante, que al día de hoy nos mantiene a la espera de las expectativas prometidas por ese nuevo modelo de sociedad. La Constitución es el fruto de una revolución concretada, pero aún esperamos que su texto dé lugar a la revolución prometida, esa que ha de traer libertad, igualdad, bienestar, justicia y democracia a nuestro México.
Académico de la UNAM.
@AstudilloCesar