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Hace cuatro décadas comenzó la reformulación del sistema representativo mexicano. Era 1977 y con el propósito de sembrar la semilla del pluralismo político se procedió inicialmente al reconocimiento constitucional de los partidos, se les dotó de representación proporcional para garantizar su presencia en el Congreso, y se instrumentaron apoyos para impulsar el enraizamiento de un sistema de partidos estructurado, competitivo y de alcance nacional.
A partir de entonces el financiamiento público constituyó el combustible que permitiría hacer más competitiva y plural nuestra democracia electoral. Hoy, paradójicamente, el incremento a los combustibles está orillando a tomar drásticas decisiones, entre las que debería encontrarse la cancelación, o reducción al menos, del dinero público que se destina a la política.
Y es que las reformas electorales impulsadas desde 1977 han incidido en varios aspectos de nuestro edificio electoral, pero lo que no dejaron de hacer fue abonar privilegios para acrecentar la escalada de prerrogativas de los partidos políticos. Inicialmente se les concedió el uso permanente de los medios de comunicación social, enseguida se les abrió la puerta del financiamiento público para el sostenimiento de su actividad política y para hacer frente a las campañas electorales, de manera complementaria al financiamiento proveniente de sus militantes y organizaciones simpatizantes; asimismo, se les exentó del pago de impuestos y derechos, se les reconocieron franquicias postales y telegráficas y se les apoyó en sus labores editoriales. Más tarde se le aprobó el reembolso del 50% de los gastos realizados en actividades de educación y capacitación.
En 1996 se institucionalizó el apoyo a la gestión de los partidos mediante las arcas del Estado al establecerse que el dinero público debía primar sobre el privado, y como consecuencia de ello, se acordó que al margen del financiamiento aportado por la federación, debían incorporarse 32 fuentes de financiamiento adicionales para que los partidos tuvieran acceso al financiamiento ordinario y de campaña a través de distintas fórmulas de cálculo y, por ende, en diferentes parámetros económicos, en las respectivas entidades federativas en las que competían por el poder. A esta escalada de apoyos se sumó la gratuidad del acceso a miles de spots en radio y televisión, producto del nuevo modelo de comunicación política, y se adicionó una nueva y generosa fórmula para calcular la bolsa del financiamiento público a repartir, impulsadas por la reforma de 2007.
Años más tarde, la reforma de 2014 se justificó en la necesidad de abaratar los comicios luego de advertir los ríos de dinero público que se orientaban al financiamiento de los partidos y al gasto operativo de las instituciones electorales a nivel federal y estatal. Nada más alejado de la realidad. La reforma, a través de una operación quirúrgica, homologó la forma de cuantificar el financiamiento público a partir de la multiplicación del padrón electoral por el 65% del salario mínimo del D.F, lo cual tuvo repercusiones inmediatas en distintos estados de la República, en donde los incrementos fueron extraordinarios, como en el caso del Estado de México, en el que los partidos pasaron de recibir 298 millones antes del cambio, a 482 millones luego de él, o el de Veracruz, que pasó de 73 a 230 millones.
En este 2017 en el que no hay comicios federales, los partidos tendrán una bolsa de 4,139 millones de pesos provenientes de la federación y una cantidad casi idéntica que deberá ser proporcionada por las entidades federativas, sin contar los gastos de campaña para las elecciones del Estado de México, Coahuila y Nayarit. 8,278 millones de pesos se embolsarán los partidos políticos para su gestión cotidiana, lo que equivale casi a 8 veces los recursos que el INE devolvió a la federación luego de cancelar el proyecto de su nueva sede.
A 40 años de distancia, es inadmisible mantener el esquema de privilegios de los partidos políticos. La exigencia de dotarles de insumos fue transitoria y cumplió su cometido al dejar un escenario político con más de diez partidos con capacidad para competir por el voto popular. El financiamiento público no es, en consecuencia, una necesidad permanente. Acaso por ello, ha llegado el momento de cerrarle progresivamente la puerta y continuar abriendo, bajo estrictos controles, la del financiamiento privado. En ese sentido, hay que analizar con detenimiento las iniciativas presentadas por gobernadores, partidos y diputados para empezar a desmontar este inaceptable esquema de prerrogativas.
En las actuales circunstancias del país, ¿estarán dispuestos los partidos a devolver los más de 8 mil millones de pesos que habrá de entregarles el erario público? Hasta no ver…. No creer.
Académico de la UNAM.
@AstudilloCesar