No todos vieron con buenos ojos que escritores de la talla de los dos Carlos, Fuentes y Monsiváis, se valieran de la publicidad apareciendo en la pantalla chica; uno, por ejemplo, dejándose entrevistar por Lola Beltrán y, el otro, también por ejemplo, cubriendo, al lado de Silvia Lemus, el inicio de la campaña presidencial de McGovern, para el noticiero de Jacobo Zabludovsky. En el ciclo Los escritores ante el público, Fuentes se presentó en Bellas Artes escoltado por Tongolele y Kalantay, mientras Monsiváis se hizo acompañar por la futura inspiración de Almodóvar: Tere Velázquez. Cuevas inauguraba su mural efímero en compañía del ballet de Malena Soto. Era la llamada antisolemnidad. Julio Cortázar hablaba de desalmidonar el lenguaje y así lo hicieron. Era la década de los 60.

Con sus contactos europeos, (Barral, Gallimard o Feltrinelli), Fuentes se convierte en el gran promotor de la literatura de este lado del mundo. En Europa, se leen, en los inicios de los setentas, a García Márquez y a Vargas Llosa, pero también a Manuel Puig, a Isabel Allende, y más tarde a Bolaño y Fernando Vallejo, por decir unos cuantos,

Luego aparecen los agentes literarios y a la cabeza de ellos, porque se dedica al mercado de la literatura en español, la señora Carmen Balcells. García Márquez la llama como uno de sus personajes, Mamá Grande, ella lo quiere porque representaba, al decir de ella misma “el 36.2 de mis ingresos”. (Por cierto, Juan Goytisolo, que acaba de morir, fue el primer escritor de esta agencia y el único no latinoamericano que aparece en el libro de Fuentes sobre el Boom). El asunto era bueno para todos, los escritores, que no se suelen defender y por lo general, prefieren difundir sus ideas que cobrar por su trabajo, resultan beneficiados. Y se trata, igual sucede en la otra superagencia del estadounidense Andrew Wilye, de la mejor literatura, ambas agencias manejan varios premios Nobel y otros de similar prestigio. A pesar de ser apodado El Chacal, Wilye asegura que apuesta a los escritores que se convertirán en clásicos. (Con ellos, sin embargo, no deja de sentirse ya un olor a mercancía).

Muchas editoriales no piensan así, consideran que la literatura “fresca” vende más, al menos en la primera edición, y no son ellos los que consideren una segunda. La señora periodista que sólo ha tenido dos amantes, el ejército y la marina, se confiesa y el libro se vende. La mujer del narcotraficante, la cantante amante de un presidente o el protagonista de un escándalo le cuentan su vida a un ghost writer y ya tenemos otros libros chatarra. Ahora existe una andanada de libros escritos por los conductores o productores de televisión, como Luz María Zetina y Yordi Rosado.

El caso más dramático es el de los llamados libros de autoayuda. Este “nicho de mercado” es, como lo denunció Carlos Monsiváis, el que más vende. Esto sucede, porque la persona considera que estos libros son una salida a su situación, pues le prometen cómo comportarse en una entrevista para conseguir el empleo, qué imagen debe proyectar para tener éxito, cómo autoemplearse, cómo paliar una enfermedad sin ir al médico, cómo invertir sin dinero para hacerlo o cómo ser feliz sólo con proponérselo. Por desgracia, en medio de la crisis, los libros de autoayuda se consideran no un gasto, sino una inversión.

Y no he hablado de lo peor, de los escritores que quieren imitar las ventas del Código da Vinci o de Harry Potter o más sencillo los que creen que un coctel de sexo, drogas y política, con un poco de humor y un conjunto de malas palabras resuelven el problema del estilo.

Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras UNAM.
Integrante del CACEPS

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