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En 1835, en un lugar de Valaquia (Rumania) de cuyo nombre no puedo acordarme, cabalgan un caballero y su escudero. El caballero se llama Constadin, sería el Quijote de esta historia; el escudero se llama Ionita, y es el hijo de Constadin. Constadin ha emprendido el camino, como el Quijote, para hacer valer su honor y nombre, y se lleva a su Ionita de corbata, es un Sancho.
“Cerebro de pescado en cabeza de conejo”, “un buen carnicero no teme a mil borregos”, como en la novela de Cervantes, las conversaciones se salpican de dichos populares.
Pero el quijote rumano es más un Sancho emprendedor que un soñador chaladín. Él es el gendarme de su región, un antiquijote que no le lleva la contra al orden establecido, sino que, como el Sancho cervantino, se deja llevar por éste. Se cree, y dice ser, el orden público y el defensor de la ley, pero en realidad es el agente de los intereses del poder, el operador del boyardo (el noble terrateniente esclavista, siguiente en rango al Príncipe rector).
Como en la novela de Cervantes, al recorrer la aparentemente extensísima región, la pareja va encontrando personajes de lo más variados, y en cada uno de ellos tropieza con una aventura; las tramas se desenvuelven inesperadas, llevando —como en el Quijote— canciones, poemas, pasajes de teatro. Se cruzan con turcos, sacerdotes ortodoxos, artesanos, prostitutas, el campamento de gitanos buscando oro en el riachuelo, el hostal y su fiesta, el mercado de esclavos, los diferentes carros de caballos, los caseríos campesinos, el palacio señorial, la feria del pueblo —la rueda de la fortuna de tablones gira de espaldas—, los prejuicios contra unos y otros (quien los vocea es el sacerdote: los franceses aman la moda, los italianos mienten, los peor de lo peor son los judíos, y en cuanto a los árabes... ¡tienen muchos dientes! —¿será que tienen mayor sabiduría para cuidar los dientes?—). Como en el Quijote, hay escenas pastelazo, con un inglés que imaginan quiere predicarles su ética, y lo corren a palos, y con las marionetas del teatrino al aire libre.
La pareja ha salido a cazar a un gitano fugitivo, Carfin, al que el boyardo —de quien era su “legítimo” esclavo— acusa de ladrón.
La locura está del lado de la realidad colectiva. Constadin es el sentido común personificado, no le lleva la contra a lo que manda la costumbre ni muestra sombra alguna de crítica. Su escudero Ionita apenas apunta a un sueño de cierto nivel de justicia, y sólo por unos instantes. Ya han encontrado a su gitano fugitivo, le han puesto un cepo a los tobillos y lo cargan como a un bulto para entregarlo a su dueño. A Ionita no le parece mal esto, ni que ellos mismos vendan a un niño gitano que tomaron como pilón de su cacería. Cuando se enteran de que el gitano fugitivo, Carfin, era el amante de la esposa del boyardo porque ella lo eligió y lo quiso así, y que ha viajado a París y a Viena, y que sabe curarlos del mal de ojo, Ionita pide a su papá que lo dejen libre, porque Carfin no es culpable de nada y lo asesinará el boyardo. El castigo que sobrevendrá para el gitano es otro, y remata genialmente la película.
Como en el Quijote y el Decamerón, Aferim es un retrato de su época. Dirigida por Radu Jude, coescrita por él y Florin Lazarescu, ganadora del Oso de Plata en el Festival de Berlín, filmada en 35 milímetros por Marius Panduru, consigue un tono quijotesco, de humor y ligereza. Es una joya. Estrictamente fiel en su retrato del pasado, citando literalmente documentos y situaciones fechadas, consigue viajarnos mágicamente al pasado, un tiempo de crueldad.
Esta película se ha asociado con la “Nueva Onda” de cine rumano —como las magníficas y también crueles Cuatro meses, tres semanas y dos días o La muerte del señor Lazarescu, de Cristi Puiu—. Pero Aferim tiene un humor y una intención narrativa que no parece tener relación alguna con sus contemporáneos. Es con el Quijote con quien el espectador puede asociarla, mientras, avergonzado, ríe ante tanta crueldad y violencia impuestas por el poder atrabiliario.
(Aferim quiere decir “¡bravo!” en rumano).